13 de julio 2017 - 00:00

Dólar: el caso argentino es distinto a todos

La escalada del dólar de los últimos 50 días merece una reflexión en perspectiva. Algunos funcionarios nacionales y del Banco Central han subestimado la fuerte y abrupta suba del tipo de cambio, lo que teniendo en cuenta la historia argentina y el actual contexto global, regional y local es temerario.

El caso argentino es bien distinto al de otros países. La variación en el tipo de cambio es una variable que en países desarrollados y aún algunos en desarrollo, solo estudian los especialistas en inversiones y comercio exterior. En la Argentina, todos sabemos que las modificaciones en el tipo de cambio no sólo impactan en los costos de los productos importados, sino también en los alimentos que la Argentina exporta, en los precios de bienes y servicios no transables y especialmente en las expectativas.

Por lo tanto, no es lo mismo para la psicología nacional y el comportamiento de los agentes una fluctuación gradual de la moneda, como por ejemplo un aumento del 0,8% mensual en un año, que una corrección del 10% en 50 días luego de meses de dólar estable, como ocurrió recientemente.

La idea de "ningunear"este comportamiento del dólar y su influencia en las expectativas puede amplificar una dinámica peligrosa de volatilidad cambiaria, aceleración inflacionaria y estancamiento económico.

En la Argentina no se deben aplicar modelos (como la libre flotación del tipo de cambio) que pueden funcionar con mayor o menor éxito en otros países y en otra realidad. Mucho menos implementarlos en contextos de volatilidad e incertidumbre sobre variables fundamentales de la economía. Una situación resultante de los fuertes aumentos de precios y tarifas que decidió aplicar el actual Gobierno.

Veamos a continuación dos ejemplos contrastantes y recientes entre, por un lado, gradualismo y pragmatismo y, por el otro, shock y academicismo neoliberal/ideologismo.

Recordemos que entre octubre de 2014 y noviembre de 2015 fue posible reducir la inflación 12 puntos porcentuales según todas las mediciones y recuperar el crecimiento de la economía luego de la recesión del primer semestre de 2014. Esto fue posible mediante una flotación administrada y un conjunto de instrumentos que garantizaban tasas de interés positivas para ahorristas, sin aumentar la deuda y con límites a las tasas activas. Para 2016 teníamos previsto una política gradualista de eliminación de la brecha cambiaria en un año para evitar la megadevaluación. Era realista, pragmático y suponía acumular más reservas antes de implementar una mayor flexibilización cambiaria.

En cambio, la nueva gestión del BCRA decidió aplicar un shock cambiario que generó una inflación de más del 40% y una caída del producto del 2,2% en 2016, revirtiendo el crecimiento de 2015. La devaluación fue acompañada por una multiplicación de 3,5 veces en el stock de Lebac. Para peor, el Banco Central redujo el plazo de las Lebac a 35 días, concentrando los vencimientos y generando mayores riesgos de refinanciación y de administración de la política monetaria y cambiaria.

De esta manera, los que ganaron fortunas entre 2016 y mayo de 2017 invirtiendo en Letras en pesos y otros activos con un tipo de cambio planchado, observan que la bicicleta se torna menos atractiva y más peligrosa. El martes pasado el Banco Central decidió no modificar la tasa de política monetaria. ¿Por qué? Mas allá de las presiones políticas, ¿por razones electorales?

La situación pone al Banco Central ante un dilema de dos males. Si decide subir la tasa de interés, puede tentar a los inversores a renovar parcialmente sus activos en pesos, pero al precio de abortar cualquier esperanza de crecimiento módico y generando más endeudamiento y más retraso cambiario. Se gana tiempo con altos costos hacia adelante, incluyendo agrandar una burbuja explosiva.

Si no lo hace, las presiones inflacionarias y devaluatorias generaran más inestabilidad en un período muy particular. En lo global, afecta la perspectiva de suba de tasas en EE.UU, la inestabilidad en Brasil, y en lo local, estamos en un período -el segundo semestre- de bajos ingresos por exportaciones, con el agregado de que los períodos electorales (como ocurrió en la última década y este año no es la excepción) generan una mayor demanda de dólares por cobertura de riesgos. Es decir, una mayor presión devaluatoria.

La incertidumbre cambiaria, además, aumenta la tasa del riesgo-país y encarece la emisión de la deuda que es necesaria para cubrir un déficit fiscal creciente. Deuda que desde visiones muy distintas como la de Carlos Rodríguez y el CEMA, economistas heterodoxos, la izquierda o hasta los propios exfuncionarios como Malcorra tildan de explosiva.

Si bien es cierto que una lectura superficial podría ponderar esta devaluación para paliar el retraso cambiario del último año, lo cierto es que los precios empezaron a escalar luego de superar los 16,75 o 17 pesos por dólar. Así, la inflación de junio del 1,4% en Capital y GBA crecerá al 2% en julio como consecuencia del fuerte aumento en las naftas, el impacto estacional y el salto del tipo de cambio.

Por lo tanto, más allá de la mejora de ingresos en los sectores exportadores, que liquidaron algo más cuando la divisa rozó los 17,50 pesos, y más allá de la operatoria estabilizadora tardía de los bancos oficiales, el daño ya fue producido. La inflación de 2017 no bajará del 24%, dependiendo de la política cambiaria y de los aumentos en los precios regulados que se autoricen después de las elecciones. Un ajuste para dejarla más cerca del 20% implicará renunciar a la tenue, desigual y focalizada recuperación, de la que el consumo y la producción industrial no parecen dar cuenta.

No sólo los inversores se vuelven aún más cautelosos, sino que el aumento de precios que se produce cuando sube el tipo de cambio no se compensa con bajas si el tipo de cambio nominal se reduce algo. De esta manera, la incertidumbre financiera se amplifica por los mayores costos, al tiempo que la incertidumbre para invertir en la economía real profundizará el estancamiento.

El Banco Central debe entender que la política de eliminar todos los controles macroprudenciales cambiarios de un golpe no es el camino. Alcanza mencionar que hasta el Banco de Basilea ha aceptado que ciertas regulaciones y controles son necesarios para evitar que los capitales especulativos generen abruptas variaciones en el tipo de cambio y afecten la estabilidad financiera.

También es cierto que la responsabilidad en la lucha contra la inflación no es solo del BCRA. Es necesaria una mayor y mejor coordinación en el equipo económico. No puede ser que los ministros del área económica se enteren por los diarios del aumento en el precio de las naftas.

Claro que beneficiar a los lobbies sectoriales torna imposible al equipo económico y al Banco Central bajar una inflación que genera el propio Gobierno. Y si el Banco Central pretende hacer un ajuste monetario para reducir la demanda y compensar la inflación de costos, profundizará la recesión.

El Banco Central aún tiene margen para calmar las expectativas y promover la estabilidad financiera mediante una mayor certidumbre cambiaria, es decir, administrando la flotación del tipo de cambio. Pero ello debe ser complementado con políticas de crecimiento y anti-cíclicas que desanden una apertura comercial y financiera desenfrenada que siempre en la Argentina afectó a la producción, al empleo y derivó en crisis financieras.



(*) Expresidente del BCRA

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