7 de febrero 2014 - 00:33

LA GUERRA QUE ALUMBRÓ UN SIGLO

El inicio de la Primera Guerra Mundial cumple un siglo este año. Ese conflicto marcó para muchos historiadores el punto de partida de un ciclo que culminaría 75 años después, con la caída del régimen soviético. En "Todo lo que necesitás saber sobre la Primera Guerra Mundial", el periodista Santiago Farrell desentraña causas y consecuencias de la Gran Guerra, y presta atención a la revolución que significó en términos tecnológicos, vida cotidiana y prácticas bélicas. A continuación, fragmentos del libro de Farrell, periodista del periódico Perfil.

LA GUERRA QUE ALUMBRÓ UN SIGLO
La Gran Guerra es un hecho crucial del siglo XX, del que se derivaron el comunismo y el fascismo, la Segunda Guerra Mundial, la desestabilización de Medio Oriente o el ascenso de Estados Unidos como potencia mundial, y que costó la vida a más de 10 millones de personas. Como dice el historiador Christopher Clark, para un lector del siglo XXI lo que más impacta de ella es su asombrosa modernidad: comenzó cuando un escuadrón de combatientes suicidas atacó el paso de una caravana de automóviles en Sarajevo; detrás de ese crimen había una organización abiertamente terrorista con un culto al sacrificio, la muerte y la venganza; una red extraterritorial, sin una clara ubicación geográfica o política, desperdigada en células a través de las fronteras de los países, con una cantidad imprecisa de miembros y con vínculos oblicuos, ocultos y muy difíciles de discernir con distintos gobiernos. Pero no sólo en eso la Gran Guerra es actual. También se desarrolló en un sistema internacional en el que actuaban fuerzas complejas e impredecibles, que incluía imperios declinantes, potencias emergentes, nacionalidades en pugna: un escenario similar al que vive el mundo desde el final de la Guerra Fría.

Un mundo que desaparece
La Primera Guerra Mundial representó el fin de la presencia hegemónica en el mundo que Europa había consolidado a partir de la Revolución Industrial y el poder colonial. Gran Bretaña, Francia, Rusia, Alemania y hasta pequeñas naciones como Bélgica y los Países Bajos tenían posesiones en todos los rincones del planeta. Eran los tiempos en los que "no se ponía el sol" en el Imperio británico, que se extendía desde China hasta el Caribe. Lo había permitido el llamado concierto de Europa, la relativa paz que había seguido a las guerras napoleónicas a partir de 1815. Fueron cien años sin guerras. Hasta el estallido del conflicto, los países europeos compartían una interdependencia y cooperación internacional tan productiva desde el punto de vista económico que hacía imposible imaginar la posibilidad de una guerra. Después de dos décadas de depresión, provocada por el derrumbe de un banco austríaco en 1873, y la caída del precio de las materias primas, la producción industrial había comenzado a expandirse en las últimas décadas del siglo XIX. La ciencia aplicada permitía la aparición constante de nuevos productos en los mercados, como los vehículos con motores de combustión interna. La revolución tecnológica incorporaba innovaciones como el teléfono, el fonógrafo, el cine, la bicicleta, el automóvil y el aeroplano. Las colonias ofrecían materias primas a precios convenientes y regiones como África del Sur proveían de oro y otros metales preciosos en abundancia, lo que ayudaba a generar más y más crédito. La reducción de las restricciones al comercio y un régimen fijo de cambios, el patrón oro, facilitaban las transacciones. El círculo virtuoso se completaba con el rápido crecimiento de la población entre 1880 y 1910, "43% en Alemania, 26% en Gran Bretaña, más del 50% en Rusia, 35% en Austria-Hungría", lo que aumentaba el tamaño de los mercados internos. Al mismo tiempo, al menos 26 millones de europeos, en su mayoría desplazados del mercado laboral por las transformaciones económicas, habían partido rumbo a las Américas o Australasia, equilibrando el desarrollo de las sociedades. La continua expansión territorial (según algunos historiadores, los países europeos incorporaron entre 1876 y 1914 más de 17 millones de kilómetros cuadrados en África y Asia) sumaba a los mercados internacionales a nuevas poblaciones, como productoras de materias primas y como consumidoras. Europa vivía una segunda revolución en el transporte tras la invención de los barcos de vapor, que facilitaba el comercio en todo el mundo, mientras que la expansión de los ferrocarriles integraba aún más entre sí las economías de cada país. El oro y los diamantes llegaban de África del Sur; el algodón y los tejidos, de India; el caucho, de África y Malasia; la carne, de América del Sur y Australia; el trigo, de Argentina y Canadá. Imperiales como eran fuera del continente, los países europeos gozaban de los frutos de la Ilustración y desde la Revolución francesa (1789): sus políticos avanzaban, con matices, en la aplicación de los principios del constitucionalismo, el respeto a la ley y el gobierno representativo. La paz se sostenía en una hegemonía global de Gran Bretaña y en un sistema de alianzas flexible, que impedía el desequilibrio entre los diferentes países. Esta situación varió dramáticamente en 1871, cuando, tras la victoria sobre Francia, el canciller alemán Otto von Bismarck unificó Alemania, con Prusia como eje, y creó el Segundo Reich con la proclamación de Wilhelm I como emperador, nada menos que en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles. El surgimiento de un coloso de esas dimensiones en el centro de Europa cambió las relaciones de fuerza en el Viejo Continente y alarmó a Gran Bretaña, que veía peligrar su dominio de los mares, base de su economía imperial, y a potencias emergentes fuera del territorio, como Estados Unidos y Japón, que tendrían un papel decisivo en la Gran Guerra.

Trincheras
La Gran Guerra fue la guerra de la inmovilidad. A partir del invierno de 1914, una nueva frontera comienza a atravesar Europa, una línea serpenteante e interminable de trincheras, en las que millones de hombres, separados por una tierra de nadie, viven y mueren día a día, entre ataques y contraataques que provocan miles de muertos y apenas alteran las posiciones. Medida desde sus extremos, de Memel, en el Báltico, hasta Czernowitz, en los Cárpatos, y de Nieuport, en Bélgica, hasta la frontera suiza, la línea de trincheras enfrentadas entre sí se extendía casi 2100 kilómetros.
Las trincheras fueron el escenario permanente de la guerra para la mayoría de los soldados. Podían ser sofisticadas construcciones, que aportaban un cierto tipo de confort, o míseros agujeros en el suelo barroso, en los que los hombres debían vivir con el agua hasta las rodillas y rodeados de ratas. A partir de la primavera de 1915, se generalizaron. Las tropas en primera línea vivían en refugios subterráneos, en barracones bajo tierra y en almacenes construidos en la pared de las trincheras, de cara a las posiciones enemigas para protegerse de los proyectiles. La línea, construida en zigzag también para cubrirse del fuego enemigo, estaba rodeada de varios cinturones de alambres de púa. También había trincheras de enlace, que a través de una ruta sinuosa comunicaban con zonas más seguras, donde se encontraban los hospitales y los abastecimientos. Cuando el tiempo era lluvioso, las trincheras se convertían en un barrial, y los soldados cubrían el suelo con tablones. En esencia, más allá de las excepciones, esa nueva frontera era una zanja, lo suficientemente profunda como para cubrir a un hombre, lo suficientemente estrecha como para ser un blanco difícil para la artillería y con secciones transversales para disminuir el impacto de los obuses. Excavadas en suelo mojado o rocoso, las trincheras tenían un alto parapeto en el frente, construido con tierra y cubierto generalmente con sacos de arena. No había un sistema estándar de construcción, y variaban de lugar en lugar, de frente a frente, según la naturaleza del terreno, la relación entre tropas y espacio (alta en el frente occidental, baja en el oriental), la doctrina táctica de los comandantes y el curso de los combates. Cuanto más seco y compacto era el suelo, menos necesitaban el apoyo de revestimientos de madera o adobe a lo largo de las paredes internas de la construcción y más profundos eran los refugios. En un comienzo, apenas huecos abiertos en la pared más cercana al enemigo, excavados para proteger la entrada de proyectiles, los refugios pronto se volvieron mucho más profundos y se descendía a ellos con escaleras. Los más desarrollados fueron los llamados Stollen, construidos por los alemanes en Francia, que llegaron a tener hasta 15 metros, con luz eléctrica, cuchetas para el descanso de los soldados e incluso alfombras. Inmunes a los bombardeos, eran verdaderos cuarteles subterráneos que albergaban las reservas de la primera línea de combate. Los más "lujosos" eran los que levantó a orillas del río Styr, en Ucrania, el archiduque José Fernando, comandante del IV Ejército austrohúngaro, que tenían hasta ventanas de cristal. En amplios sectores del frente oriental, en la primavera de 1915, la tierra de nadie que separaba a las trincheras enemigas podía ser de más de 3 kilómetros; en el frente occidental, en cambio, en algunos tramos era de apenas 22 metros y las trincheras de cada lado estaban separadas por una única barrera "internacional" de alambre de púas, reparada por ambos bandos durante las pausas del combate. Si la trinchera era el lugar de la inmovilidad pasiva, cuando se perdía la noción del tiempo, era también el lugar de la espera ansiosa del momento del peligro supremo: el asalto a las posiciones enemigas. Los soldados corrían hacia delante, hacia otra trinchera que debían ocupar, de la cual partían ráfagas de ametralladora, granadas, disparos, y donde esperaba, para el que llegara, el feroz cuerpo a cuerpo final.
@machado2434

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