16 de abril 2020 - 00:00

Pensar y disentir en la pandemia

Pensar de manera diferente durante las pandemias resulta muy difícil, al menos en sus estadios más tempranos. Conozcamos cuáles son las tres razones principales.

Muchos se preguntan sobre la seguridad de los medicamentos tras aplicarse las vacunas contra el Covid-19.

Muchos se preguntan sobre la seguridad de los medicamentos tras aplicarse las vacunas contra el Covid-19.

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Pensar de manera diferente durante las pandemias resulta muy difícil, al menos en sus estadios más tempranos. Las razones son 3:

Primero, las decisiones que se toman tempranamente para enfrentar la pandemia generan senderos de dependencia, es decir, una vez que se ha racionalizado lo que nos acontece, las narraciones empujan y traccionan los acontecimientos futuros dentro de una gama de opciones previamente acotadas y previstas.

Segundo, dado que las decisiones políticas que se deben tomar para enfrentar la pandemia son de alto costo social, los gobiernos y líderes estructuran sus discursos y narrativas apuntando a los sentimientos, emociones y pasiones, enfatizando sobre lo que se sabe, y dejando de lado lo que se sabe que no se sabe. Plantear preguntas diferentes deriva en especulaciones onerosas que suelen ser sancionadas con todo el poder moral de la comunidad.

Tercero, si lo poco que se sabe es utilizado para predisponer activamente los sentimientos, pasiones y emociones con la finalidad de amortiguar el alto costo de las decisiones políticas (acertadas o no), lo que sabemos que no sabemos o lo que ignoramos se utiliza, en cambio, para tipificar o etiquetar como inmorales aquellos pensamientos alternativos que resultan disfuncionales para amortiguar el costo de las decisiones.

Quizá por eso durante las pandemias es cuando resulta más valioso para las democracias asegurar y disponer intercambios argumentales, es decir, permitir que emerjan los pensamientos alternativos, su exposición y discusión pública.

Ahora bien. ¿Qué significa pensar diferente durante las pandemias? Ni más ni menos que poner una cuña en la forma narrativa que se monta durante la fase inicial de la crisis sanitaria. La arena más apropiada para ello es la discusión científica. Sin embargo, las respuestas científicas descansan en los desacuerdos epistémicos y fácticos en general. Estos existen y constituyen el alimento cotidiano de la ciencia, y el COVID-19 no escapa a este asunto. Veamos.

Frente al mismo evento (SAR-CoV2), observando la misma evidencia científica (reporte y dinámica de casos, para simplificar) y utilizando los mismos artefactos de observación-análisis, los científicos llegan a la formulación de dos respuestas epidemiológicas totalmente diferentes e incluso irreconciliables.

Una de ellas, la más difundida y con alta aceptación, es la cuarentena prolongada cuyo centro axial es la supresión de la presencia humana en espacios públicos. Verbigracia: el aislamiento social obligatorio trae consigo la reducción de contagios. En el modelo propuesto por el equipo del Imperial College la propuesta asume la forma de supresión (cuarentena) - inmunización (relajamiento de la cuarentena) mediante ciclos cuyos picos tenderían a acoplarse al stock sanitario, durante un lapso de 18 meses.

Otra alternativa, con muy poca difusión en los medios de comunicación, es la del ex jefe del Departamento de Bioestadística, Epidemiología y Diseño de Investigación de la Universidad Rockefeller en la ciudad de Nueva York el Dr. Knut Wittkowski. Este veterano investigador cree que la mejor estrategia es la inmunización de la sociedad mediante inoculación del virus por contagio, algo que la cuarentena simplemente posterga. Wittkowski incluso está a favor de que los estudiantes de todos los niveles vuelvan a clases, lo que ilustra con fuerza su diagnóstico y recomendación.

Los desacuerdos fácticos son la materia prima de las decisiones políticas. Por tanto, aquella irónica y magnánima pregunta formulada por el escritor Alexander Pope cobra vigencia una vez más: "¿Quién decide cuándo los médicos no están de acuerdo?" La respuesta se ve venir. Claro, los políticos.

Sin embargo, ellos tampoco tienen todo el poder en sus manos. Me quiero concentrar en la parte en que una solución supuestamente disponible determina la forma de modelar el problema. Ampliaré el argumento.

El modelo del Imperial College, que aquí uso como ejemplificativo, utiliza un ciclo de cuarentena de 18 meses. ¿Por qué 18 meses? Porque la comunidad científica acuerda en que en ese plazo estará disponible una solución farmacológica para el manejo del SAR-CoV2, es decir, una vacuna. Dejando de lado el plazo predicho, si no existiera ese insumo cognitivo (que para algunos es una creencia y para otros una probabilidad) ¿los gobiernos hubieran tomado la decisión de lanzarse a unas cuarentenas con finales inciertos? Probablemente no.

Estimo que, sin la alta probabilidad de contar con una vacuna en un futuro cercano, los gobiernos se hubieran inclinado más por la respuesta epidemiológica propuesta por Wittkowski, es decir, obtener la inmunización social lo más rápido posible. Digamos que la “zanahoria” de la vacuna hace que los gobiernos de los países ricos no tomen decisiones moralmente reprochables. O sea, saber que la vacuna llegará en poco tiempo obliga a los políticos en el poder a la cuarentena lo que trae aparejado financiar el shutdown económico y social con recursos públicos.

Mientras tanto, los gobiernos de los países emergentes y pobres terminan utilizando el aislamiento masivo como la única herramienta disponible para mitigar la falta de stock e infraestructura sanitaria. Porque, finalmente, el COVID-19 es un virus, una versión de la gripe. Pero las personas se mueren por falta de acceso a un sistema de salud digno que ofrezca tratamiento apropiado contra la neumonía. Así, llegamos a la siguiente paradoja: ¿quién podría culpar a los gobiernos por aplicar la cuarentena? Pero ¿cómo podrían argumentar, los gobernantes, que han tomado la mejor decisión?

El modelo epidemiológico está, con variantes, consensuado a escala planetaria. Pero, de la misma forma, los interrogantes sobre su eficacia están comenzando a emerger frente al escrutinio público. Por ejemplo, el gobernador de Nueva York Andrew Cuomo, en el programa radial del ex alcalde Giuliani, se ha quejado amargamente sobre los modelos predictivos y sus recomendaciones.

Por su parte, el Dr. Ariel Pablos-Méndez, ex Director Global de Salud de la Agencia de los Estado Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), apunta en la misma dirección: advertencias elegantes a los expertos detrás de las decisiones. Ya comienzan a acrecentarse las voces que indican que la cuarentena es, al mismo tiempo, un problema para la economía y para la pandemia. De hecho, la salida de la cuarentena ya es un problema en sí mismo y no sólo desde la perspectiva económico-social, sino en la dimensión estrictamente sanitaria. Véase, por ejemplo, qué ocurre con quienes vuelven a contagiarse, o cuando la curva de contagio sube luego de haber caído.

La advertencia formulada por la Dra. Annie Bukacek es buen ejemplo del modo en que los desacuerdos fácticos se hacen visibles. Bukacek pone el acento en el sesgo inducido por las autoridades sanitarias que produce un efecto de sobredimensionamiento en los registros de fallecimiento por COVID-19. La cuarentena es ya un hervidero de desacuerdos fácticos en cuanto a la dimensión estrictamente sanitaria del asunto, a lo que hay que sumarle que muchos países no tienen ni la más remota idea de cómo salir del aislamiento.

(*) Doctor en Filosofía - Investigador del CONICET

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