4 de agosto 2021 - 00:00

La política y la validación por pares

La obstinada y pétrea validación por pares en la que se ha convertido nuestra política nacional derivará inevitablemente en crecientes cuotas de deslegitimación.

Elecciones 2023. 

Elecciones 2023. 

Pixabay

Todos aquellos que alguna vez se atrevieron a transitar por el mundo académico han escuchado hablar de la temible revisión por pares. Un recurso orientado en gran medida a dotar de mayor validez científica a los artículos académicos, previo a ser publicados en revistas de prestigio y renombre. Sin embargo, también todo aquél que ha analizado este procedimiento desde la perspectiva histórica de la filosofía de la ciencia, arriba a la conclusión de que si bien el requerimiento favorece la robustez de los desarrollos científicos aceptados por lo que Tomas Kuhn llamó “Ciencia Normal”, en la práctica, este resulta sumamente averso a la aparición de desarrollos teóricos desafiantes o de vanguardia.

En tal sentido, la validación por pares resulta una barrera más que deben vencer aquellos que se adentran en la exploración de fenómenos, teorías o campos científicos novedosos y que, como supieron experimentar mentes brillantes como Giordano Bruno o el propio Galileo, no siempre son bienvenidos por quienes mantienen intereses personales o se encuentran cómodos con el statu quo científico vigente.

De más está decir, que el fenómeno no es privativo del mundo de la ciencia. Quien alguna vez haya intentado llevar cambios de diversa magnitud en su entorno inmediato, ya sea familiar, laboral o educativo, se habrá encontrado con la resistencia propia de otros que en su rechazo darán evidencia a la afirmación que señala que el ser humano suele ostentar una aversión a los cambios profundamente mayor a la que suele reconocer.

Si bien en los entornos científicos, familiares, laborales y educativos, dicha resistencia a los cambios puede traducirse en competencia, disputas y recelos, en el campo de la política el fenómeno adquiere otra envergadura. No hace falta recurrir a Pareto, Michels o Mosca para saber que en toda sociedad existe una elite y que esta, naturalmente, intenta preservarse frente a la aparición de outsiders que puedan amenazar sus honores y privilegios. Esta combinación de comportamientos tan jerárquicos como defensivos, está arraigada en la genética de casi toda sociedad a lo largo de la historia, y puede rastrearse tanto en complejos entramados culturales como en ordenamientos sumamente primitivos.

Sin embargo, el conflicto se acrecienta, como no podría ser de otro modo, cuando la realidad vigente contrasta con los deseos de permanencia de la elite. Guerras e invasiones, desastres naturales y pandemias, en conjunto con crisis económicas y de representación política, han sido las más de las veces los jinetes del apocalipsis que convirtieron a estos sólidos grupos humanos en meras referencias condenadas a figurar tan solo como un recuerdo en los libros de historia.

En teoría al menos, los sistemas democráticos modernos deben contener en su construcción jurídica salvaguardas contra la consolidación en exceso de las elites. Siendo como es la alternancia política, parte fundamental y constitutiva de la democracia, la rotación en los cargos y la sana jubilación de los “próceres”, resultan recursos no solo necesario sino hasta fundamentales para sobrellevar tanto los tiempos de bonanza como los de revés por los que atraviesa toda sociedad. Y esto en gran medida porque los primeros invitan a los pueblos al vicio de ceder la suma del poder público a quien se identifica con la prosperidad, así como los segundos suelen derivar en la tan temida stasis o revuelta civil, con los consecuentes derrumbes de los sistemas de gobierno y de las mencionadas elites.

Argentina atraviesa hoy día un sinnúmero de desafíos de ningún modo menores. A contramarcha de sus vecinos regionales, la pobreza ha aumentado sistemáticamente en las últimas décadas, superando el 72% de niños en esta condición en el conurbano bonaerense. A este número calamitoso se suman otros, como aquellos que dan cuenta de mayores tasas de desempleo, criminalidad y cierre de empresas, en conjunto con el correlato a la baja en los índices de libertad económica, desempeño educativo o seguridad jurídica, entre otros. Frente a este panorama, la dinámica endogámica de las elites deja al electorado con opciones desabridas, que susurran de fondo el continuismo de las cosmovisiones que garantizan el statu quo, aun cuando se escondan detrás de algunos nuevos rostros elegidos inteligentemente entre quienes no se atreverán nunca a incomodar.

Esto en gran medida se explica por los complejos entramados normativos y las diversas prácticas arraigadas, que dan forma a la democracia concreta con la que convivimos, la cual se encuentra cada día más lejana de su ideal. La dificultad de conformar nuevos partidos políticos, el desafío de hacerse con suficientes fondos para financiar campañas cada día más onerosas, el formato de lista sábana, el tiránico mandato de contar con la cantidad necesaria de fiscales en un ámbito político históricamente proclive a prácticas fraudulentas, entre otros desafíos, provocan un “efecto barrera” que consolida a las elites en detrimento de sus potenciales alternativas.

El riesgo de este constante “cerrarse sobre sí” es que, como argumentábamos anteriormente, la maniobra no se da en un periodo de auge, sino por el contrario de profunda decadencia. Por tanto, la deslegitimación creciente que experimentan quienes representan la continuidad de ideas, prácticas y lazos, se da de bruces con la creciente necesidad percibida de un cambio que por momentos se intuye radical. Efecto que se potencia cuando incluso quienes dicen avanzar por el camino de las reformas, seleccionan en sus armados políticos figuras que demuestran representar, más pronto que tarde, una lealtad supina para con ese pasado que debiera ser dejado atrás.

Si la dinámica continúa transcurriendo de este modo, la obstinada y pétrea validación por pares en la que se ha convertido nuestra política nacional derivará inevitablemente en crecientes cuotas de deslegitimación que, cuando inevitablemente transciendan la cota de las opciones electorales, desbordarán sobre todo el sistema político, con consecuencias hoy imposibles de prever.

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