¿Chilenos, resignados a no entender la Argentina?
El intelectual chileno Joaquín García-Huidobro Correa es director de Estudios de la Universidad de los Andes y dedicó un agrio comentario periodístico en el diario «El Mercurio» a criticar al gobierno argentino por la manera de evocar los 30 años del golpe de Estado de 1976. Veamos ese comentario que además está alimentado por el ojo del testigo, ya que García-Huidobro vivió en la Argentina en los años que ahora se recuerdan con ira.
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Al comenzar el gobierno de Perón, en 1973, las tensiones se hicieron insoportables y sólo se resolvieron cuando en un memorable acto en la Plaza de Mayo, el 1 de mayo de 1974, el viejo líder expulsó a los «jovencitos imberbes» de la izquierda. Quedaron tan perplejos que se retiraron dócilmente ante la alegría de los « descamisados», como llamaba Evita a sus masas obreras. Lamentablemente la cosa no quedó ahí, pues la izquierda argentina decidió emplear a fondo los métodos que ya venía utilizando en la Argentina y el resto del continente: bombas, secuestros, asaltos y asesinatos.
Esto, en Latinoamérica, no es un patrimonio de la izquierda, pero lo novedoso resulta que lo que otros grupos hacen a escondidas y negando su autoría, aquí se glorificaba y se presentaba como un modo de conducta ejemplar. Para cualquier persona de la calle, hacerse amiga de la hija de una persona, para entrar con toda libertad a su casa y ponerle a un señor una bomba debajo de la cama, para que vuele por los aires la mitad de la familia no es precisamente un acto ejemplar.
Tampoco lo es ametrallar filósofos que piensan distinto delante de sus hijos pequeños. Pero aquí todo era distinto, porque se hacía en nombre del pueblo. Lo curioso es que el pueblo, ese pueblo de verdad que trabajaba duro y transpiraba con el calor de Buenos Aires no tenía el menor deseo de ser redimido. Pero eso no importaba. Es más, resultaba un motivo adicional para matar, a veces a tiros y otras a bombazos, a los dirigentes sindicales. Todo valía si se hacía por la revolución.
Tuve la oportunidad de vivir durante esos años en Buenos Aires y ser testigo de las luchas entre obreros peronistas y la izquierda, compuesta de estudiantes universitarios y jóvenes profesionales, gente sofisticada, que empleaba la más alta tecnología para eliminar a sus adversarios. Con la muerte de Perón la situación se hizo aun más grave, hasta que su viuda, « Estelita», transformada en presidenta, ordenó acabar la subversión por todos los medios. La cosa se puso aun más dura y ya no resultó tan fácil para la izquierda, que empezó a tener víctimas. Pero sus secuestros y asesinatos continuaron y, lo que es peor, la glorificación de todas y cada una de esas acciones.
Como otras veces en la historia, el país entero comenzó a pedir un golpe de Estado, partiendo por los sindicalistas, que veían que su propio gobierno era incapaz de controlar la situación. Hoy podrán decir lo que quieran, pero soy testigo de estos hechos y no creo que puedan borrarlos de mi memoria. El golpe se produjo hace justo treinta años y la historia que sigue es aparentemente conocida. Se enfrentaron dos ejércitos y ganó el más grande. De mis compañeros de curso, algunos se fueron a la guerrilla y a otros les tocó el servicio militar. En contadas ocasiones hablan de esas largas noches de patrullajes en las carreteras, sin saber si el auto que paraban era de un trasnochador o si, de pronto, iba a aparecer una ametralladora que terminaría con la vida de un conscripto. A veces eran ellos más rápidos y los muertos eran los guerrilleros, normalmente gente muy joven. No faltó la ocasión en que junto al cadáver de la madre aparecía una guagua, llorando entre armas, vidrios quebrados y sangre. Entonces la pregunta era ¿qué hacer con ella?
La izquierda argentina es la más narcisista de las izquierdas latinoamericanas. Está tan obsesionada con las atrocidades que se le hicieron -que fueron muchas- que es incapaz de ver los crímenes que cometió. En estos días se ha ordenado la apertura de los archivos secretos del Ejército argentino. Algo aparecerá, aunque los manuales de West Point enseñaban que en la guerra antiterrorista no había que levantar actas de fusilamiento ni dejar rastro alguno.
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