26 de octubre 2007 - 00:00

Andanzas por la Recoleta a la hora de divertirse

Andanzas por la Recoleta a la hora de divertirse
Escribe Martín Garrido

Los mejores chistes verdes se cuentan en los velorios. Jorge Amado explica cómo Doña Flor cocinaba preparando bocadillos de Bahía para esa larga noche donde junto a las lágrimas se colaba más de una sonrisa. Después de la Segunda Guerra Mundial se produjo el «baby boom»: aumentaron los nacimientos. La generación de Bill Clinton, por ejemplo. Ante la presencia de la muerte, aumenta el valor de estar vivo. Para protegerse de la mufa o de un mal presagio hay hombres que se tocan los genitales. La muerte es una cosa seria, pero la vida no se la toma a la tremenda en la Recoleta. Cada cosa a su tiempo.
Por supuesto, no hay que olvidar que nuestro cementerio es excepcional, comparable con los más bellos del mundo, como el Pére-Lacheise, en París, o el de Staglieno, en las colinas de Génova. Que mereció excelentes libros de texto e imágenes como «Ciudad de Angeles», del doctor Oscar López Mato. Y que ante la tumba de Evita hay una peregrinación constante de viajeros que hablan todos los idiomas.

Paredón y mimo

Pero, en el Otro Yo del Dr. Merengue que llevamos dentro, también lo asociamos a cosas menos solemnes. La Recoleta, que es parte de lo que alguna vez se llamó Barrio Norte, es un sitio tan divertido, que hasta fue una ubicación clásica para los hoteles alojamiento o albergues transitorios. Dicho sea de paso, lo mismo ocurría en Mar del Plata o en muchas provincias, donde el barrio de las luces rojas estaba al final el pueblo, al lado del cementerio.
¿Quién no sintió la emoción de hacer el amor espiando por las persianas de la calle Azcuénaga -ya que no hay ventanas en estos lugares- el panorama de tantos monumentos funerarios y estar más contento por estar vivito y coleando? Los vecinos paredones oscuros eran una parada de las trabajadoras callejeras del sexo, especialmente en la época de la convertibilidad por el un buen negocio de cobrar en pesos como si fueran dólares. Sin hablar de grupos por nacionalidades, para evitar suspicacias, ya que hubo presentaciones diplomáticas en defensa de las compatriotas cuando tenían problemas con la ley o los policías. Algo así como la picaresca de «Irma la dulce» antes que el auge de la telefonía celular transformara la rutina de las «call girls» y la permisividad sexual tan común en los avisos clasificados, sin hablar de Internet.

Dormir allí

Gran parte de este cuadro atrasa porque se ha puesto tan de moda como ubicación exclusiva, que los hoteles de lujo y boutiques están desplazando aceleradamente a los antiguos hacia las calles cercanas de Anchorena, Laprida, su ruta. Aunque todo cambia y algunos «telos» se han convertido en comunes como última carta para encontrar techo cuando no se consigue una reserva en hoteles convencionales por la demanda turística. Y la palabra clave que se repite es Recoleta, dormir en Recoleta es el sueño de los vivos. Hasta el punto que un regalo de casamiento ya no incluye sólo artefactos para el hogar o juegos de platos o cubiertos, sino una Noche de Bodas en alguno de estos «love hotels», como se da en llamarlos ahora en inglés en lugar del nacional y popular «telo».
La Biela
En la misma esquina de Quintana había una pulpería en el siglo XIX, cuando era una zona de quintas. Vendía de todo, lo mismo que ocurre ahora en el barrio, donde hay artesanos y tiradoras de tarot con laptop en medio de estatuas vivientes y tangueros para los infinitos extranjeros que descargan los ómnibus de excursión. Ubicación tan clásica como el gomero a su costado, en su fuero íntimo recuerda los tiempos en que el primitivo dueño, el Vasco Michelena, hacía bailes y eran habitués Angel Villoldo o Gabino Ezeiza. Luego vino el avión y se llamó el Aero Bar, porque se reunían pilotos; y al ampliarse la concurrencia, surge La Veredita. En 1942 se convirtió en La Biela, porque al atardecer se transformaba en punto de partida de picadas y lugar de encuentro de próceres del automovilismo, entre ellos Froilán González, Carlos Menditeguy, Eduardo Copello, Rolo Alzaga & Cía. Desde allí hacia el costado por el tramo de dos cuadras de Junín, que se llama Presidente Ortiz, fueron surgiendo todo tipo de restoranes, cafés y lugares de diversión. Muchos cambian al compás de la fama que triplica las «llaves» y los alquileres que no le van en zaga. Algunos se fueron hacia los brillos de Puerto Madero, nuestro Manhattan. Otros permanecen igual que la Munich, el primitivo Clark del inolvidable Gato Dumas o el toque gourmet de Lola, donde alguna vez comí frente a Adolfo Bioy Casares.

De Hippopotamus al Village

Ahora reaparecerá como boliche Hippopotamus, de la época de Mau Mau, aunque no esté al frente su creador, otro pionero, Guido Parisier, con su primer piso de espejos para bailar mirando al cementerio. Sin que falten en el vecindario piringundines para todos los gustos y preferencias sexuales. La sucesión sigue hasta que al llegar al recodo del Village, donde la diversión se fusiona en multirrubros (megalibrerías, megadisquerías, megadeportes, «megatodo»). Con el complejo de pequeñas salas de cine escoltado por patio de comidas y un insufrible olor a pochoclo para los que venimos de la época del acomodador y el chocolatinero.
El índice de concurrencia constante lo marca el horario del McDonalds, que pasó a estar abierto las 24 horas. La Recoleta, igual que los albergues por hora, tiene una población flotante y cambiante día y noche que proviene de todos los barrios o del mundo, a juzgar por los diarios que se venden en el quiosco que alguna vez fue de Bochini o las lenguas que se escuchan en esta globalización al paso.

Al costado del Pilar

El rectángulo desparejo del cementerio tiene los rostros diferentes de Presidente Ortiz por el lado Este y Vicente López por el lado Sur. Y, hacia el río, luego de la hermosa Iglesia del Pilar (fundada en 1732) y el Centro Cultural Recoleta, diseñado por Clorindo Testa en 1980, se abre otra sucesión de restoranes, bares, tiendas sobre las barrancas. A sus espaldas queda la ex pecaminosa Azcuénaga. Un universo de maravilla. «De puta madre», como diría el cocinero Karlos Arguiñano, que elogia sin complejos por las malas palabras. Junto a uno de los cementerios más ilustres e ilustrados del mundo que convive con multitudes que piensan en vivir y divertirse. Donde el metro cuadrado es el más caro de Buenos Aires. Especialmente en las bóvedas.

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