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De sabihondos y suicidas
Y Domingo Faustino Sarmiento, después de leer esas frases, partió con Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López y Carlos Pellegrini a «civilizarlo». Sarmiento decidió instalarse por temporadas en ese paisaje que lo llevaba a recordar el Nilo y los canales de Venecia. Testimonio de su aventura es su casa, en el río que hoy lleva su nombre, que ahora convertida en museo y protegida por una enorme caja de vidrio parece una escultura posmoderna. El autor de «Facundo» fue un precursor de la legión de escritores que le siguieron. Algunos decidieron tener allí su casa, su refugio o su lugar de aislamiento, como Roberto Arlt, Haroldo Conti y Rodolfo Walsh.
Otros eligieron las melancólicas islas para terminar sus días. El caso más emblemático es el de Leopoldo Lugones, a quien los amores con una alumna lo impulsaron a vaciar su vida con una mezcla de whisky y cianuro en un cuarto del hotel El Tropezón. Un año más tarde, con un trago parecido, terminaba su vida, en la Capital, otro conocedor del Tigre y entusiasta de su selva: Horacio Quiroga.
En la esquina del gran salón del Hotel Aeronavegantes solía Jorge Luis Borges, que estaba deslumbrado con los náuticos laberintos del Tigre, ponerse a charlar con su amigo el pintor Xul Solar sobre los misterios de la cábala.
Tigre, superando etapas de inundación, decadencia, hippismo, nunca dejó de tener un encanto que llevó a que apareciera como mención o como paisaje en relatos de diversos escritores, de Cortázar a Abelardo Castillo, de Soriano a Ricardo Piglia, de Aníbal Ford a César Aira, entre muchos otros.
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