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El bello ciclo natural de la vida
Acotado en el norte por la frontera con Kenia, en realidad el hábitat natural del Serengeti es aún mayor, ya que el parque Masai-Mara, perteneciente a Kenia, no es más que una prolongación del Serengeti, una suerte de uña que parece rascar en las riberas septentrionales del río Mara. Allí, las fronteras son una raya trazada por los políticos. Los animales y los pastores masais que campean por aquellas regiones no reconocen más diferencia geográfica que la que marcan los viajes de las nubes, las lluvias y, por lo mismo, la abundancia de sus pastos.
Las nubes, y con ellas el agua de la lluvia, siguen un itinerario que se repite tenazmente cada año, desplazándose desde el suroeste hacia el nordeste, entre los meses de junio y octubre, para emprender su viaje de vuelta, desde el Norte hacia el Sur, desde noviembre hasta abril. Como la lluvia alza inmensas sabanas de hierba a su paso, detrás de ella viajan los herbívoros, ñúes, cebras y antílopes de varias clases, en un número que sobrepasa el millón y medio de individuos. Y siguiendo a los herbívoros, caminan los depredadores, los leones, leopardos y guepardos. Incluso, hay que sumar a esta categoría de maestros del asesinato a los cocodrilos, que aguardan en los vados de los ríos el cruce de sus posibles presas durante el viaje migratorio. Tras los depredadores, marchan los carroñeros: buitres, hienas y perros salvajes. Y hasta hace unas décadas, los cazadores humanos seguían el itinerario de la fauna, antaño para procurarse alimentos, y desde los siglos XVIII y XIX, para conseguir trofeos cinegéticos.
El gran desfile
Hoy, prohibida la caza y mantenidos a raya los cazadores, los únicos miembros humanos de este desfile ininterrumpido del Serengeti son los turistas. Quizá no hay un lugar semejante a éste en nuestro planeta para quien quiera contemplar desde cerca el ciclo natural de la vida: nacimiento, comida, emigración, supervivencia y muerte.
El paisaje del Serengeti no es muy variado, pero incluye zonas desérticas y bosques de acacias, lagunas y ríos y, sobre todo, enormes extensiones de sabana donde verdea la hierba, alta y jugosa cuando cae la lluvia. Las montañas no son muy frecuentes, aunque algunas cordilleras poco elevadas cruzan como un tajo azul sus feraces llanuras. En algunos lugares se alzan imponentes volcanes apagados que hoy dan alimento y refugio a una rica fauna, como es el caso del monte Meru y el famoso cráter del Ngorongoro.
Los poblados masais se distribuyen en los kraal, las pequeñas aldeas, por lo general bastante apartadas las unas de las otras, que dan refugio a clanes diferentes. Sus chozas tradicionales, construidas con barro mezclado con excrementos de vaca y techadas con paja, ocupan una extensión que suele tener forma circular u ovoidal, y aparecen siempre cercadas por vallas de espinos, para proteger al ganado y a los pobladores de los ataques nocturnos de los grandes felinos. La presencia de establecimientos humanos, de todas formas, es muy escasa en el parque. Aparte de los kraal masais, tan sólo se encuentran en el Serengeti unos cuantos espacios de acampada para los turistas mochileros y menos de media docena de lodges de lujo.
Un rasgo muy característico del paisaje lo ofrecen los kopjes, palabra de origen holandés que define a los altozanos formados por rocas y vegetación desde donde los leones vigilan los movimientos de las manadas de herbívoros y organizan su estrategia para la caza.
Durante siglos, el Serengeti fue el escenario de la marcha ininterrumpida del ciclo de la vida al que hacíamos alusión. Después, los masais se integraron de forma poco agresiva a aquella naturaleza imponente hasta formar parte de ella: llevaron allí sus rebaños, cazaron lo justo para procurarse alimento y desarrollaron una modesta agricultura que en nada modificó el medio ambiente. Incluso el muy famoso y viejo rito de esta etnia, la caza del león, parecía ser una representación más de los ciclos naturales: la afirmación de la jerarquía de un nuevo depredador, el ser humano, que incluso agrediendo y matando, no alteraba el hábitat de su entorno ni provocaba carnicerías.
La llegada del hombre blanco al Serengeti, sin embargo, a punto estuvo de arruinar aquella privilegiada región del mundo, de acabar para siempre con los seculares ceremoniales de la naturaleza exuberante y de hacerlo en un cortísimo tiempo, apenas en unas cuantas décadas. Sucedió cuando los buscadores de trofeos cinegéticos, los llamados cazadores blancos, comenzaron a internarse en el continente viniendo desde el Sur, dejando a su paso una estela de desolación.
En la época en que los holandeses, y después algunos grupos de colonos ingleses, llegaron a las costas de la actual Africa del sur, a mediados del siglo XVII, las familias de elefantes se bañaban en las playas, las cebras corrían por las orillas del mar y los leones del Cabo, grandes y de melena negra, señoreaban en los oteros que miran al océano. A comienzos del XIX, todo eso era historia. Cazadores como Petrus Jacobs, Corwallis Harris, Gordon Cummings y Cotton Oswell habían dejado las regiones del Sur vacías de animales. Muchos de aquellos cazadores se hicieron ricos con la venta de pieles y marfil, otros ganaron fama, y de paso buen dinero, contando sus aventuras en los libros. Los jóvenes europeos emulaban cada vez en mayor número a sus héroes cazadores, emigrando a Africa en busca de emociones. Y el resultado, al discurrir de los años, fue que los animales escaseaban cada vez más en el Sur y huían en busca de seguridad hacia el interior de Africa.
A principios del siglo XX, los matarifes llegaron a los territorios de Africa oriental, en la estela del pionero Frederick Selous, el más brillante cazador blanco de la historia. Se establecieron pronto en Nairobi y crearon un nuevo negocio: los safaris. Fascinados por la nueva aventura, muchos millonarios y aristócratas de Europa y América contrataron sus jornadas particulares de caza en Africa: el ex presidente Roosevelt y el miembro de la familia real inglesa, el príncipe Eduardo, entre muchos otros. La carnicería comenzó a extenderse por todos los territorios de la actual Kenia y de Tanzania. Y uno de los lugares más ricos en trofeos, sin duda era el Serengeti.
(*) Autor de «La trilogía de Africa»: «El sueño de Africa», «Vagabundo en Africa» y «Los pasos perdidos de Africa», además de otros libros de viajes y novelas. Del diario «El Mundo» de España.
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