29 de junio 2007 - 00:00

Incertidumbre

Un lector acercó un tiempo atrás a Ambito del Placer una carta en la que describía una situación, precisamente, que le ocurrió en un vuelo a Iguazú. Transcribimos su relato:
«El día estaba completamente despejado. Sin demasiado esfuerzo se podía disfrutar de una hermosa vista aérea de la Mesopotamia argentina. La turbulencia habitual de cualquier viaje en avión era casi imperceptible. Giré la cabeza, y observé cómo un abuelo le hablaba a su nieto acerca de la belleza de las Cataratas, preparándolo para ese gran momento. En el asiento de atrás, un señor observaba preocupado el monitor de su notebook. A mi izquierda, un turista español revisaba una y otra vez el mapa de Iguazú. Con completa calma, recliné el asiento número 23 C del vuelo de LAN y me predispuse a descansar una hora, antes del aterrizaje. De golpe, lo impensado... Algunas corridas y gritos me despertaron; al abrir los ojos, noté cómo una niña de unos nueve años lagrimeaba asustada mientras el padre trataba de contenerla, al mismo tiempo que el eficaz plantel de azafatas de LAN daba atención a una señora que se encontraba bastante descompuesta; se la veía casi inconsciente. Mientras le tomaban el pulso, alguien aportaba una pastilla que debía colocarse debajo de la lengua. Lamentablemente, los esfuerzos eran inútiles. El cuadro empeoraba cada vez más. Ante la desesperada mirada de todos los que estábamos a bordo de la aeronave, un muchacho bastante corpulento, de metro noventa de estatura, aparentemente norteamericano, se dirigió hacia el lugar del incidente. Luego de presentarse como médico, tomó el control de la situación, ante la invalorable y profesional colaboración del personal de a bordo. Tras algunos chequeos básicos, comentó en inglés algunas frases a una azafata. Rápidamente, un manojo de planillas llegaron a sus manos. Tras completarlas con la celeridad que la situación exigía, se escuchó la voz del capitán, informando que el vuelo retornaría al Aeroparque Jorge Newbery debido a la emergencia que se estaba registrando. Fue extraño... Si bien se notaba el malestar general por el atraso que ese cambio de rumbo causaría en las esperadas vacaciones de todos los que estábamos en el avión, privó el sentido común. Nadie protestó demasiado, quizás porque la imagen de esa niñita que lloraba sin entender qué le sucedía a su mamá era mucho más fuerte que la desazón por perder un par de horas de esparcimiento. Unos 30 minutos después, el capitán preparaba a los pasajeros para un aterrizaje a alta velocidad, mientras las azafatas mantenían lo más inmóvil posible un suero que había sido pegado con cinta en el portaequipajes, y que permitía, según mi impresión, alguna mejoría en el estado de salud de la señora. De todos modos, seguía prácticamente desvanecida, mientras el médico controlaba en forma casi constante su pulso. Luego de cumplir con la orden de ajustarme el cinturón, me preparé para un descenso que intuía que sería algo brusco. Pero no... para nada... fue un aterrizaje similar a cualquier otro, con la diferencia de que el avión se detuvo en medio de una pista lateral, mientras una ambulancia llegaba al lugar casi en el mismo instante. Velozmente, se abrió la puerta trasera, y unos médicos ingresaron a la cabina. Luego de consultar a su colega de a bordo, la colocaron en una silla de ruedas que habían llevado consigo y la descendieron. Unos pasos más atrás, la nena y el padre siguieron el mismo camino. Finalmente, las puertas se cerraron y el avión volvió a despegar hacia Iguazú... Dudo que alguien haya podido volver a dormirse... ¡Yo no pude! No sé qué habrá sido de esa señora y de su familia, pero debo reconocer que durante todo el fin de semana los recordé con un sincero deseo de que esa horrible experiencia ya hubiese quedado en el olvido... Y creo que muchos de los demás pasajeros deben haber sentido algo parecido».

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