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Lisboa enamora a ritmo de fado
El barrio por excelencia, el símbolo de la Lisboa más popular es Alfama. Las calles son estrechas. Empedrados y misteriosos trayectos que introducen en un fantasmagórico laberinto: escaleras que conducen a ninguna parte, pasadizos abovedados, patios llenos de flores, sorprendentes balcones de hierro forjado. Uno sabe dónde empieza, nunca dónde acaba. El perfume a mar recién levantado se entremezcla con la sutileza de las azaleas; los gritos de los niños jugando en lo más profundo de una callejuela se unen a las risas de dos mujeres hablando, ventana con ventana, mientras no pierden tino de quiénes pasan por su calle y hacia dónde van.
Hay días, como las vísperas de la fiesta grande, el día de San Antonio, en que Alfama es más Alfama, más viva que nunca. Los hombres trabajan al unísono montando pequeños escenarios al lado de sus casas; las mujeres trenzan alargadas guirnaldas que más tarde colgarán de punta a punta en lo alto de los edificios; se oye una y otra vez el afinar de las guitarras y cantos entonados que anuncian lo que será la noche de fiesta.
El resto del año, por las mañanas, el mercado apuesta por el pescado fresco. En alguna calle, enormes bolsas de pequeños caracoles esperan junto a una vieja balanza a ser comprados. Las mujeres se sientan al caer la tarde debajo de las buganvillas, sonríen al viandante y le advierten con cierta chanza que se tenga cuidado con la cartera. Porque este rinconcito auténtico es el más temido de toda Lisboa.
A un lado y otro se van dejando las tabernas de fado, clásicas y auténticas tabernas de fado, que se engalanan por el día para reventar de fiesta por las noches. En esas humildes casas donde se come bacalao, caracoles, se bebe vino de la tierra, se escucha cantar fado y se canta fado: Chorai, fadistas, chorai, / Que uma fadista morreu, / Hoje mesmo faz um ano / Que a Severa faleceu... Y, de repente, se levanta otro comensal y responde con la voz más grave, si cabe: Morreu, já faz hoje um ano, / Das fadistas a rainha, / Com ela o fado perdeu, / O gosto que o fado tinha...Y así, toda la noche.
Alfama, alhama, fuente, manantial, incita a volver uno y otro día durante la estancia en Lisboa. Si se lo hace el martes y el sábado por la mañana, es para no perderse la Feira da Labra, en el Campo de Santa Clara. Un paraíso de cachivaches, de trastos viejos a la venta, de tabernas donde tomar vino y comer camarones, un espacio donde pasear y seguir, sin rumbo, hasta el Museo del Fado. Un interactivo rincón donde sentir, descubrir, fascinarse por la nostalgia melodía que envuelve a la ciudad.
Antiguo y posmo
De Alfama el 28 devuelve al centro, a la praça do Comércio. Desde allí, el tranvía 43 o el 15 conducen al barrio de Belém. La historia nos recuerda que fue desde aquí desde donde Vasco de Gama zarpó rumbo a las Indias. Esos tiempos de descubrimientos y encuentros fueron moldeando a la Lisboa monumental dejando huellas que hoy se traducen en bellos edificios, como el Monasterio de los Jerónimos. El tiempo ha pasado tan bien en esta ciudad, tanto que hoy Belém ha dado forma al pasado y el presente de una manera absolutamente armónica. Junto a los monumentos, perfectamente cuidados, se abren un gran Centro Cultural y su maravilloso Museo de Arte Moderno. A su lado se alza el puente 25 de Abril y, mucho más lejos, el Monumento a los Descubrimentos y la Torre de Belém. Pero sentir el latir de este barrio exige, es inevitable, hacerlo desde una de las sencillísimas mesitas de la pastelería más famosa de Lisboa, la Antiga Confeitaria de Belém. Sus pasteles, mullidos bocados de canela, son un primor. Del retazo de modernidad de Belém se debe ir a la Lisboa más moderna, a la que se construyó con motivo de la Expo del '98. Un abierto espacio donde los restoranes de fast-food se unen a modernísimos y enormes edificios, todas creaciones de prestigiosos arquitectos; desde el teleférico se contempla toda la obra de ingeniería de esa nueva Lisboa. Una parada en el oceanográfico para descubrir el mundo a través de una gigantesca muestra subterránea. El puente Vasco de Gama, los parques interactivos, la gente montando en bicicleta.
Uno regresa al caer la tarde al centro de la ciudad. Calles llenas de tiendas modernas, de gente paseando sin tiempo por la calle y de jóvenes que se arremolinan a la puerta de pequeñas tascas donde se vende ginginha, un potente y aromático orujo. A su lado hay turísticos restoranes, pronto se puede encontrar el elevador de Santa Justa, siempre lleno de gente que va y viene del barrio bajo al barrio alto, la iglesia y museo do Carmo y la iglesia de Sao Roque.
Noche para andar
La noche invita a pasear en dirección al Barrio Alto, porque Lisboa es para pasear, caminar despacio mirando a cualquier punto: a la gente, a los edificios, al suelo. Todo forma un conjunto bellísimo y agradable que nos pierde, nos deja sin rumbo. El Barrio Alto, sus callecitas llenas de gente joven, de balcones floreados, de restoranes de «nueva cocina», de tiendas de ropa alternativa que abren hasta el alba y de bares de y para todo tipo de público. Cada puerta que se abre es la entrada a una Lisboa plural, racial, alternativa, cosmopolita.
Uno no se siente extranjero en ninguna parte de la ciudad, ni siente temor de perderse; al contrario, desea perderse y volverse a encontrar en cualquier otro lugar, rincón, espacio de esta ciudad, de este barrio. Aquí no se escucha fado, pero se respira, como en toda Lisboa, tanto la antigua y la moderna Lisboa. Entonces, a uno le viene al memoria esa joven de pelo rapado y rubio, como la luz de esta ciudad reflejada en su río, Mariza, figura representativa del ayer y del hoy de lo que es esta ciudad, lo que se descubre en este rincón del mundo que invita a cambiar de vida.
(*) Del diario «El Mundo» de España.
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