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Un relato fascinante entre historias, mitos y leyendas
Cuzco fue el lugar donde el dios Wiracocha dio su señal para que los incas terminaran con el nomadismo y comenzaran -en las manos del inca Pachakutec- a levantar el gran imperio. Fue también uno de los grandes epicentros de la conquista española sobre América y cuna de una de las revoluciones más importantes para la historia americana, la de Túpac Amaru.
Pero sobre todo fue, es y será, un lugar especial donde nacen y mueren miles de historias cada día. Una de las ciudades más cosmopolitas del continente americano, donde el ombligo del mundo inca resiste heroicamente entre calles empedradas, balcones españoles, techos de tejas rojizas y miles de turistas de todo el planeta.
En Cuzco, quizá no hay nada que resalte per se. Es un todo, una verdadera obra de arte, una reliquia. Testimonio fiel de un enorme imperio vencedor y vencido, de un saqueo sistemático e ignorante por parte del conquistador, de una extraña consumación arquitectónica entre «descubridores» e «invadidos». Pero sobre todo, de una ciudad que ha visto en el turismo una oportunidad de salir adelante. En mi caso particular, Cuzco es sinónimo de historias, mitos y leyendas. Como las que me regaló Paulo César Puma.
Sentarnos en la Gran Plaza Aucaypata (nombre que tenía la Plaza de Armas antes de la conquista) a escuchar a este joven de poco más de 20 años, humilde, de ojos cansados, tímido al principio y amigo después, fue, sin duda, una de las experiencias más interesantes que viví en un viaje. Pocas cosas son superiores a los regalos que nos ofrece la naturaleza, y una de ellas es compartir momentos con la gente del lugar que se visita.
Nos contó sobre mitos y leyendas. Sobre su historia y su país. Sobre los muertos que buscan renacer. Durante toda una tarde Paulo narró una serie ininterrumpida de historias que abrazan a Cuzco. Una de las más impactantes fue la de Manco Inca.
Se cuenta que tan sólo dos años después de la llegada de los conquistadores, Manco Inca invadió Cuzco con 5.000 hombres y obligó a los poco más de 200 españoles que la habitaban a refugiarse en la Catedral. Tuvo a su merced la oportunidad histórica de recuperar Cuzco (y quizás de cambiar el destino de América) pero una enorme luna llena iluminó la vida de los conquistadores, ya que los incas no podían combatir cuando su deidad Killa (luna, en quechua) se desplegaba por el cielo.
Con esa luna se produjo un punto de inflexión en la historia del Perú, ya que a partir de allí la esclavitud y muerte del indígena, la violación de sus mujeres, y el intento de borrar una cultura ancestral se ensañaron con toda su fuerza. Manco Inca fue degollado y tuvieron que pasar 150 años hasta que otra revolución, la de Túpac Amaru, naciera desde lo más profundo y arraigado del pueblo peruano.
Desde la gran plaza caminamos con Paulo hasta el Qoricancha, lo que hoy se conoce como Museo del Templo del Sol, santuario inca de maravillosa ingeniería que fue casi todo devastado por el conquistador, excepto los muros que sirven de cimiento para levantar el templo. Los arquitectos traídos desde lejos no quisieron preguntar acerca del conocimiento de los incas, quienes sobre la zona sísmica del Cuzco donde habitaban habían construido el edificio de tal manera que sus paredes fueran antisísmicas.
Los muros del Qoricancha son una genialidad divina e invencible. En cambio, las cúpulas que el invasor construyó ante cada grito de la tierra han sido desparramadas por el piso. Hoy, este templo que funciona como museo alberga sobre sus paredes verdaderas obras de arte que en su momento fueron puestas al servicio del «descubrimiento», lo que se explica por la dificultad del lenguaje y la comunicación entre indígenas y españoles, razón por lo cual la pintura fue el medio de comunicación de la nueva religión llegada desde los océanos, y que en la actualidad atrae la atención de miles de turistas.
Un reclamo histórico
Dice Paulo que los gritos de la historia en Cuzco retumban eternamente, como en la iglesia de San Blas, ubicada en el homónimo hermoso barrio que hoy concentra talleres artesanales, donde antiguamente los indígenas veneraban a los dioses Trueno, Rayo y Relámpago, pero que a partir de la conquista se convirtió en una iglesia católica y donde en enero pasado sucedió algo que estremeció a gran parte de la gente que habita esta ciudad: un rayo pegó justo en la cruz ubicada en el techo de la iglesia enviándola contra el suelo.
En los rincones de San Blas algunos dicen que es la historia que reclama su lugar, como siempre pasa en el Cuzco. Este amigo nos contó los orígenes de su familia y nos habló de Isidoro Puma, guerrero de Túpac, en el mismo sitio donde en mayo de 1781 el certero filo de la espada del vencedor terminó con la vida de la otra revolución. Ahí, en el Altar a la Patria, lugar donde asesinaron a José Túpac Amaru y sus hombres, nos despedimos de Paulo.
La historia y sus huellas también llaman al turista, como el Museo del Inca, donde se pueden observar vestimentas indígenas y coloniales, trabajos en plata, cerámicas prehispánicas, armas de guerra, y hasta cráneos perforados por las operaciones que desarrollaban los indígenas. Entre las diversas iglesias, destaca su inmensa Catedral. Es tan especial esta ciudad que algunos dicen que es la única que tiene dos enfrentadas, ya que junto a la catedral misma se ubica otra iglesia similar construida por los jesuitas. Lo cierto es que en Cuzco se puede caminar y caminar, pero el cansancio siempre hace volver a uno a esa mágica Gran Plaza Aucaypata, o Plaza de Armas, donde todo parece transcurrir lentamente, quizás por los agobiantes efectos de la altura.
Rodeada de cafecitos, restoranes, bares, casas de cambio, negocios de ropa típica y agencias de turismo, se mezclan cientos de personas, simplemente a contemplar uno de los sitios más hermosos que posee nuestra misteriosa América. Es curioso cómo en un lugar así uno se llena de libertad y ganas de vivir. Esa plaza es capaz de exaltar todos los sentidos: la vista no termina nunca de captar tantas imágenes entre el cielo increíblemente azul, las cúpulas de la catedral y el color hermoso de la gente. Los oídos jamás dejarán de escuchar alguna oferta o un grupo de folclore; el tacto tiene a su disposición los muros milenarios que se pueden palpar en cada esquina, entre los que resalta la maravillosa piedra de los doce ángulos; y el gusto se renueva ante la inagotable oferta de lugares donde sentarse a comer desde una sopa de quinua o lawa, o un cuy asado con tortilla de maíz, hasta comida mexicana o italiana, y sobre todo, beber algún pisco junto a las sonrisas de turistas de todo el mundo.
Sus angostas calles empedradas del centro histórico dibujan la escenografía perfecta para experimentar la sensación de estar caminando en un cuento. Rodeada de montañas verdes que contrastan con sus techos de tejas rojizas y el arte barroco de sus iglesias, donde un calcinante dios Inti (Sol) se apoya de día, y un frío helado la cubre por las noches, por más que sea verano.
Sus mercados, donde todo es negociable, poseen interminables ofertas de artículos en piedra, cerámica, plata, madera, finos trabajos en alpaca, y puestos con gente simpática que ya no se sorprende por la invasión de turistas. Miles de jóvenes, parejas y familias convergen en un lugar donde todo el que esté interesado en la extraña sensación de sentirse vivo teniendo cerca tanta muerte, en aprender viajando por la historia de nuestra América divida, arrancada y grandiosa a la vez, podrá caminar a través de sus agotadoras calles para de a poco descubrir la fascinación que generan lugares como Pizak. La sensación de amor y guerra de Ollantaytambo, y la espectacularidad, el asombro y el respeto que engendra Machu Picchu. Todas las emociones que flotan desde Cuzco al Valle Sagrado de los Incas. Todos los lugares comunes de nuestra historia que nadie debe dejar de ver. El Cuzco los tiene. Yo me juré volver.
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