18 de marzo 2005 - 00:00

"Viterbo es la ciudad de la que me siento parte"

Viterbo es la ciudad de la que me siento parte
Escribe Luis Beldi
Viterbo es mi ciudad de la nostalgia. Hay calles, plazas, bares que me recuerdan una de las etapas más lindas y fundamentales de mi vida.» Alberto Alvarez Argüelles llegó a la región del Lazio en Italia a los 21 años, tras la licenciatura de hotelería y gastronomía en la Universitá de la Tuscia. Los años de estudio en esta ciudad fortificada, sede papal entre 1257 y 1281, fueron clave para cumplir el sueño familiar: construir Costa Galana, el gran hotel cinco estrellas de Mar del Plata.
Viterbo fue el primer viaje del empresario. Después vinieron las demás ciudades, incluidas
Santiago de Compostela y Nueva York, sus preferidas. En una están sus orígenes; y en la otra, el mundo.
En su despacho de presidente de la
Federación Empresaria Hotelera Gastronómica, Alvarez Argüelles recuerda la historia familiar que lo llevó a ese lugar y que empezó hace 60 años, con un largo viaje: el de Manuel y María del Carmen, sus padres. Ellos vivían en dos aldeas de Galicia distantes a tres kilómetros, pero nunca se vieron en España. En 1940, Manuel y sus padres embarcaron en Vigo rumbo a Buenos Aires. La guerra civil sólo había dejado malos recuerdos, nada digno de ser vivido y los Alvarez decidieron buscar un nuevo destino, igual que otros miles de gallegos que salieron por ese puerto. El padre de Manuel abrió un bar, donde el adolescente trabajó cinco años. Después, decidió ser independiente y consiguió trabajo como camarero en El Globo, el restorán de la calle Salta, famoso por su puchero. Allí conoció a María del Carmen. La proximidad de las aldeas fue el tema de la primera conversación: fueron vecinos, pero estaban a 12 mil kilómetros de donde nacieron. Desde ese día no se separaron. Se casaron y hubo otro viaje: se fueron a vivir a Mar del Plata. Alquilaron el Hotel Europa, y con el tiempo lo compraron. En el hotel nacieron Alberto Alvarez Argüelles y su hermana.
Crecieron y se criaron con los hijos de los veraneantes.
«Venían todos los años las mismas familias, tanto al hotel Europa como al Iruña que mis padres compraron después». Alberto trabajaba y disfrutaban de la vida del hotel y de los juegos con los amigos del verano. Todavía recuerda el dolor cuando partían al final de cada febrero.
Manuel y María del Carmen decidieron que su hijo estudiara hotelería en Europa.
Partió en 1978 a Viterbo. «El 70 por ciento de los alumnos de la universidad eran extranjeros. Yo alquilaba un departamento con dos colombianos, un mexicano y un guatemalteco», recuerda.
La trattoria
Il Grottino les fiaba la comida. Sus pastas eran únicas, no sólo por el sabor que le da el agua de la zona, sino porque se acompañan con estupendas salsas de liebre, jabalí o setas.
«La cocina de la región es muy rica, tiene una gran cantidad de recetas de carnes rojas y pollos.» Uno de los platos más ricos del Lazio es la sopa con cordero. La cocina de Viterbo tiene influencias de la romana y de la toscana. El plato tradicional, el Acquacotta, es uno de los preferidos de Alberto. Está hecho con pan casero duro, verduras de campo, como la achicoria, un toque de bacalao y aceite extravirgen de oliva que se agrega crudo antes de servirlo.
Otro lugar que frecuentaban Alberto y sus amigos, en la ciudad de origen etrusco, era
«Il polo d'oro». Los buenos vinos como el Est de Montefiascone o el Orvierto, que en aquellos años no podía beber por sus escasos dineros, hoy los pide en cada regreso a Viterbo.
El ocio llevaba a los jóvenes a
«Il Grecco», un bar bien italiano. En las mesas de mármol con pies de hierro negro se jugaba a las cartas. «El café y la pastelería, que es un lujo, predomina sobre las bebidas alcohólicas, a diferencia de los bares españoles.» El olor de las rosquillas con anís todavía le recuerda esos días.
El paseo más habitual era por las calles que convergen a la piazza
San Lorenzo donde están la Catedral y la Casa de los Papas. «Las calles no son ordenadas porque la ciudad está en una colina, pero ése es el atractivo del lugar.»
De los años alegres en Viterbo pasó a la disciplina de Cambridge, en Inglaterra, y a Lausanna, en Suiza, donde terminó de perfeccionar sus conocimientos de hotelería y gastronomía. La práctica llegó con las pasantías. Fue camarero, botones y ayudante de conserje en el hotel
Danielli de Venecia y en el Excelsior de Roma.
Tras la experiencia de Europa, volvió a Mar del Plata para hacerse cargo del hotel
Presidente que la familia había tomado. «Me hicieron gerente.» Las nuevas ideas de Alberto tenían el modelo de la hotelería de Estados Unidos: «Al cliente hay que ir a buscarlo», les decía a sus padres. La época de esperar a los huéspedes había terminado en Mar del plata y en el mundo. Alvarez Argüelles sigue admirando la agresividad comercial de los norteamericanos, sus planes, sus ideas para la temporada baja.
«Tuve la suerte de nacer en una familia que buscó la excelencia. Siempre quisimos que el hotel fuera mejor y el Iruña tenía limitaciones», recuerda.
No es fácil desarrollar los sueños en la Argentina y eso lo aprendió Alberto cuando Manuel, su padre,
empezó a construir el Costa Galana en 1989, sin crédito, con alta inflación, pero con la fe del inmigrante. El empeño de Manuel no tuvo recompensa y el final fue injusto a todas luces: murió el 10 de setiembre, cinco meses antes de que se inaugurara el Costa Galana.
Alberto siguió la obra porque «Mar del Plata es una ciudad maravillosa, pero los turistas quieren tener buenos hoteles. No alcanza con tener grandes atracciones, como el Festival de Cine». El empresario recuerda que ese festival les trajo pasajeros como Jacqueline Bisset, Geraldine Chaplin, Kathleen Turner, Fernando Fernán Gómez, Paco Rabal, Sofía Loren, Gina Lollobrigida o Lola Flores.
Alvarez Argüelles admite que cuando se aloja en un hotel en cualquier ciudad del mundo, mira hasta si los jarrones están alineados.
«Lo más importante de los hoteles es el mantenimiento, entonces observo cómo están los ascensores, las alfombras, los uniformes del personal, detalles que hacen a mi profesión.»
Una de las ciudades que más frecuenta para actualizarse es Barcelona.
«Es la llave cultural de la movida progresista y del diseño», explica. «La reconstruyeron dos o tres veces. La última vez fue para las Olimpíadas.» El restorán que elige en Barcelona es «Botafumeiro», del «Moncho», como se conoce a su dueño, José Ramón Neira, un personaje de la gastronomía. Allí va a comer el rey y cuanta celebridad pasa por Barcelona. Es una marisquería con cocina gallega donde el deleite está en la ensalada de berberechos, el bacalao con garbanzos o las alcachofas con almejas. Alvarez Argüelles acompaña el pulpo a la gallega con un Rioja como el Vega Sicilia, de buen cuerpo que a veces reemplaza -para comer con mariscos- por un vino Alvariño blanco. Algunas veces elige una paella que hace el «Moncho» con fideos en lugar de arroz; es un plato valenciano.
«Botafumeiro», además de ser su restorán preferido en el mundo, es un gran incensario, de la ciudad que más lo conmueve:
Santiago de Compostela.
Desde el año 150 esta ciudad recibe a los peregrinos que siguen la ruta del apostol Santiago, el camino cultural más largo e intenso de la Edad Media. Según Goethe, en esa ruta nació la idea de Europa.
Santiago de Compostela es la tercera capital espiritual del cristianismo después de Jerusalén y Roma. Más de cuatro millones de personas, peregrinos incluidos, vistan esta ciudad de piedra de 97 mil habitantes. Es un lugar universal, donde cada uno ve reflejada su cultura que fue transportada por ese camino de peregrinos. El botafumeiro nace por una necesidad. Lo donó Luis XVI en 1554, era de plata. Las tropas francesas en 1809 lo robaron y en su lugar está el actual de bronce que mide 1 metro y medio y pesa 50 kilos. Dos «tirabolerios» con túnicas rojas lo mecen a través de poleas. Su función era la de hacer más tolerable la estadía de los peregrinos que se quedaban a dormir en la Catedral, después de caminar cientos de kilómetros sin higienizarse. El incensario se mecía por sobre todos ellos para que el aire fuera más respirable.
De Santiago de Compostela, a Alvarez Argüelles le encanta la
Plaza Obradeiro, el corazón de la ciudad. Allí, bajo las arcadas del claustro de la Catedral funciona la Plaza de los Plateros. La universidad de la ciudad tiene más de 500 años, la mitad del tiempo que tiene su Catedral, que se comenzó a construir en la segunda mitad del año 1000.
Todo el sentimiento que le despiertan algunas ciudades europeas por su historia cambia por admiración cada vez que visita
Nueva York. «Para mí es la síntesis del mundo». Se aloja en «The Plaza» o en «The Pierre» y es caminador inagotable de las calles de Manhattan que «termina siendo una ciudad pequeña porque es muy manejable».
Nueva York es su mejor escuela de marketing. «Cuando hay una gran fiesta, la hotelería vale 400 dólares y a la semana siguiente baja a 120. Se manejan como las líneas aéreas.»
Parte de su tiempo lo pasa en el West Broadway, donde va a comer cocina italiana y mediterránea a
«I Tre Merli» a «Cipriani» o «Ferriere».
«Nueva York es una ciudad que podría tener hasta una bandera propia porque no le pertenece a nadie. Es única e irrepetible». Cuando mira la Argentina, piensa en la Patagonia como desarrollo turístico, pero el futuro para él está en Salta. Ve que el país tiene cuellos de botella para vencer, como la falta de rutas aéreas que podrían favorecer otros destinos.
Hoy, de la misma manera que su familia le dio a Mar del plata el primer gran hotel internacional, responsable del gran cambio de la ciudad, quiere recuperar el esplendor del puerto. Siente que la ciudad perdió la banquina de los pescadores, el lugar que les daba sentido a los restoranes de pescados y mariscos, porque los aproximaba al mar.
«Quiero recuperarla porque es la esencia de Mar del Plata». Alberto sueña igual que Manuel.

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