La muestra, diagramada para ser itinerante, está organizada por Cinemateca Francesa con material propio, de otros museos y de la mismísima familia Méliès, y bien podría entrar en la Usina del Arte o el Museo Nacional de Bellas Artes. A través de sucesivas secciones, evoca la infancia de Méliès, la vida en el Teatro Houdini, su gran época de cine entre 1896-1908, el declive hace justo un siglo, último año de la Belle Epoque, quiebras, incendios y olvidos, los años arrumbado en un kiosko y el breve reconocimiento que evoca Martin Scorsese en "La invención de Hugo", antes de morir en un asilo de artistas. En uno de sus autorretratos se dibujó como un viejo giboso encadenado al kiosko por el cuello. Pero su nieta Madeleine Malthete Méliès, que vivió con él y su mujer en el asilo y vino aquí en 1985, lo recordaba siempre cordial, ingenioso, asombrando a los niños con trucos tales como sacarse un cigarrillo de la nariz, o encontrarles caramelos detrás de la oreja.
La exposición empieza por el mundo de su infancia, en la segunda mitad del siglo XIX. Figuras recortadas, cuadros luminosos animados, títeres, juguetes ópticos de nombres trabajosos en pleno funcionamiento (fenaquisticopios, praxinoscopios, etc.), un teatrito de perspectiva con escenas montadas sobre soportes de madera, una serie asombrosa de linternas mágicas con placas de vidrio pintadas a mano, aparatos con doble linterna de gas oxhídrico para fingir sobreimpresiones, otro con forma de Torre Eiffel, otros para proyectar fantasmas que se mueven y transforman en las paredes y parecen acercarse al indefenso espectador, todo deliciosamente elaborado en madera, vidrio y bronce, salvo una linterna traída de Cincinatti, de aluminio fundido y lámpara de arco eléctrico, que parece una enorme garrapata con nueve ojos.
Méliès fue linternista, como se decía. Pero sobre todo fue mago. Allá hay un grabado del temible Alcofrisbas (el rostro del Diablo en el espejo), una cabeza de Belzebú, la botella trucada, la caja transparente de monedas, afiches anunciando "El decapitado recalcitrante", un autómata vestido de Arlequin, un cuerno de la abundancia del que salían billetes y conejos, cajones de doble fondo, y otras piezas imprescindibles para los espectáculos de magos, que se mantuvieron en el tiempo y que acá los artistas del Parque Japonés compraban en el Bazar Yankee.
En lugar especial, la maqueta del Teatro Houdini, hecha por André Méliès, el hijo. Se ve el escenario, la platea con gente de cartulina, todo con lucecitas. Y la maqueta del estudio de cine levantado en Montreuil, donde el artista hizo sus breves pero complejas superproducciones de fantasía. Ahí están las cámaras, un catálogo de 1899, sus bosquejos para construir el Gigante del Polo (para moverlo se necesitaban doce personas atentas a cuerdas, poleas y manivelas), fotos coloreadas de "El reino de las hadas", la primera página de un guión manuscrito, los dibujos a modo de story-board, siempre más imaginativos que las películas, que ya de por sí eran harto imaginativas. Maravillosa, la apoteosis de Caperucita Roja rodeada de cocineras, apoyando un pie sobre el lobo yaciente, como Tarzán sobre el león derrotado. Algunas películas pueden verse también a lo largo de la exposición. Muchas se han perdido. Muchas, por suerte, fueron rescatadas gracias al persistente trabajo de la nieta y la sobrina nieta Marie-Hélène Léhérissey, mujer encantadora que vino aquí un par de veces con su hijo pianista, animando entre ambos un hermoso espectáculo de películas del abuelo (y la segunda vez, ni difusión tuvo).
Delicia tras delicia, se llega hasta la obra más conocida: el "Viaje a la Luna", de 1902. Allí, la escultura de un selenita, hecha en aquel entonces, dibujos, la túnica de astrólogo que Mélies usó en esa película, fotos de las señoritas que despiden a los primeros viajeros del espacio (todas gordas), primeras ediciones de los libros de Verne, Wells y la opereta de Offenbach que lo inspiraron, en fin.
Y luego, una carta de 1914 ofreciendo la venta de objetos a otro mago, un programa de teatro de ilusionismo con que intentaba volver al espectáculo, una foto del estudio hecho tapera, el folleto de "Aquel que han olvidado", de su rehabilitador Maurice Noverre, 1928, cartas a algunos historiadores que lo consultan allende los mares ("excuse mi inglés de tercera", comienza diciendo), y en especial el afiche y el programa de homenaje que le hicieron el 16 de diciembre de 1929 en la Sala Pleyel, anunciando su presencia y "una selección de films feéricos y fantásticos". Pequeña sombra: la película de fondo para atraer al público era una de Cecil B. De Mille. El solo era un recuerdo de infancia para los espectadores. Un bonus del programa. Pero ya sabemos que a veces los bonus suelen ser más lindos que la película.
Como cierre, entre fotos y afiches, el autómata de "La invención de Hugo", donado por el propio Scorsese a la Cinemateca Francesa. Todo eso, hoy está embalado a la espera de una nueva exposición.
Paraná Sendrós |
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