16 de octubre 2022 - 00:00

¿Es correcto utilizar el término madrastra?

El sentimiento de maternidad o paternidad se construye, no puede atribuirse únicamente a cuestiones derivadas del instinto.

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Hoy en día observamos un profundo cambio de paradigmas en relación a las relaciones familiares, que lleva a la revisión de prejuicios y teorías psicológicas, sociológicas y jurídicas desde las cuales las entendemos.

Nos encontramos con diversas formas de “estar juntos”, entre ellas, las denominadas familias “ensambladas”. En la antigüedad estas familias por lo general se organizaban debido a la alta tasa de mortalidad de las madres al dar a luz. Actualmente la mayoría de ellas tiene su origen en las rupturas conyugales, dando lugar a que en la crianza de algunos niños participen al mismo tiempo sus padres y sus “padrastros” o “madrastras”, como se los suele llamar. También encontramos dentro de ellas “hijastros” y “hermanastros”.

Una de las dificultades que deben afrontar las familias ensambladas es el estereotipo que presenta a los padrastros/madrastras como seres indeseables y crueles.

El recelo se acentúa en el caso de la madrastra porque se supone que ella carecería del “instinto maternal” que formaría parte de su la naturaleza y que aseguraría el amor hacia su hijo. Sabemos que en realidad el engendramiento de un hijo no produce automáticamente su correlato afectivo y no siempre está ligado a un deseo de criarlo. El sentimiento de maternidad o paternidad se construye, no puede atribuirse únicamente a cuestiones derivadas del instinto. O en todo caso, si pensáramos que existe solamente un instinto materno, tenemos abundantes muestras de que sentir al hijo como propio es un proceso mutuo, de ida y vuelta, que a veces requiere apuntalamiento.

Las imágenes negativas de las madrastras aparecen en una gran la cantidad de cuentos infantiles, como Blancanieves, Cenicienta o Rapunzel, dando cuenta de un mito que las coloca en la posición antagónica a la de las madres buenas.

Lo cierto es que las ellas llevan sobre sí un estigma y muchas veces se trata de roles que son invisibilizados, pese a que las familias ensambladas son cada vez más habituales. Con frecuencia son nombradas como ‘la novia de papá’ o ‘la mujer de papá’ o llamadas por su nombre. No existe en el imaginario social un término para denominarlas salvo el referido, que es una combinación de “madre” + “astra” (considerado un sufijo negativo, que indica un disvalor). El diccionario de la Real Academia Española, en su segunda acepción la define como “madre que trata mal a sus hijos”.

Hace algunos años, desde el Derecho y la Psicología se ha comenzado a considerar el parentesco social afectivo (o parentesco por afinidad), para reflejar la relación que existe entre personas que, sin ser parientes, se comportan como si lo fueran.

Se ha introducido la figura de los “progenitores afines” (padre y madre afín). Se reconoce el vínculo afectivo que se genera entre un miembro de la pareja y los hijos del otro cuando conviven, otorgando un lugar a los primeros sin excluir a los padres como principales responsables de los hijos. Sin duda esto es un avance pero trae aparejada, de alguna manera, la pertenencia de los involucrados a la categoría de “madres” y “padres”.

Las familias de este tipo se encuentran ante la necesidad de de-construir varios mitos: uno de ellos –quizás el más importante- es que las mujeres que ocupan estos lugares “reemplazan” o intentan reemplazar a la madre. Por el contrario, la configuración que mejor contribuye al desarrollo emocional de los niños es aquella en la que no hay usurpaciones de roles ni competencias sino complementariedades. Existen casos de separaciones conyugales no destructivas en los cuales la nueva pareja del padre –si tiene una actitud receptiva y generosa- es considerada por la madre una ayuda para la crianza de los hijos en lugar de una adversaria.

Es una tranquilidad saber que la nueva pareja de su “ex” es alguien confiable, dispuesta a ayudar en lugar de obstaculizar. En estas situaciones, los hijos saben que no están forzados a elegir ni a suplantar a nadie. Tienen permiso de continuar queriendo a su mamá y a la vez de construir un vínculo con otra mujer que –si todo va bien- formará parte también de su universo afectivo.

Otro de los mitos que dificulta la constitución de estas familias es que debe desarrollarse de entrada el amor hacia los hijos del otro y lo mismo de los niños hacia los adultos que forman parte de la nueva configuración familiar. El tiempo es el factor clave para la aceptación mutua e instalación del afecto y el respeto. Con frecuencia se dice que los hijos de la pareja no fueron elegidos, sino que “vinieron en el paquete”. Y esto, sin duda, requiere un trabajo emocional “extra” que implica la transformación de lo extraño en familiar.

Además, lo cierto es que aún en las familias tradicionales también se producen conflictos, que llevan a dolorosos distanciamientos y dilución de los vínculos. Les lleva tiempo a los chicos superar la pérdida que representa el fallecimiento de uno de sus padres o su separación y la fantasía de reunificación de la pareja. De la misma forma a los grandes les lleva tiempo procesar la ruptura conyugal y la dilución de odios y resentimientos que pueden llegar a quedar como resabios.

Además, es necesario aceptar que puede no quererse al hijo del otro de la misma manera que al propio. Tampoco puede imaginarse amar a los ajenos más que al propio. Y que quizás se trate de amores diferentes -no comparables- pero amores al fin.

Psicoanalista. Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina. Especialista en familias, parejas y grupos. Autora del libro “La familia y la ley. Conflictos-Transformaciones”.

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