Un 17 de julio de 1994, en Los Ángeles, Estados Unidos, el número 10 de la selección italiana de fútbol, Roberto Baggio, tiraba su penal por encima del travesaño y Brasil alcanzaba su cuarta Copa del Mundo.
A 31 años del atentado a la AMIA, el sueño premonitorio que se convirtió en tragedia
Andrea Guterman perdió la vida el 18 de julio al igual que otras 84 personas. Desde entonces, Sofía, su madre, trabaja para mantener viva la llama de la memoria.
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El 18 de julio se cumplen 31 años del atentado a la AMIA.
A casi 10 mil kilómetros, en Buenos Aires, Argentina, los Guterman observaban el partido desde su departamento del barrio porteño de Villa Crespo. Eran cuatro. Alberto y Sofía Guterman, Andrea -su única hija- y su pareja.
Suegro y yerno miraban el partido con atención. La relación era buena. Mientras tanto, en la sala, Sofía conversaba con su hija. Era una charla repetida. Andrea le relataba una pesadilla que tenía hace tres meses, aunque esta vez tenía algo diferente. “Anoche lo volví a soñar. No sé quién, pero alguien quiere matarme. O algo. No tiene cara. Yo no les veo la cara. Esta vez era diferente. Había piedras. Piedras con sangre”.
Sofía volvió a repetirle lo de siempre: que deje las películas de terror. Sin embargo, esa noche casi no durmió. Fue ella la que tuvo pesadillas. Solo podía pensar en aquel tormentoso sueño de su hija.
Andrea, quien entonces ejercía como maestra jardinera, estaba desempleada luego de que la privatización de Obras Sanitarias la dejara sin su trabajo en el jardín de la empresa.
Ese 17 de julio le había dicho a su madre que al otro día iría a dejar su currículum en un jardín de infantes y que luego compraría regalos para sus amigas en la calle Corrientes. Sofía le aconsejó que pasara por la AMIA. Si bien no estaba familiarizada con el trabajo que realizaba la mutual, alguien le había comentado acerca de la bolsa de empleo que tenían. “Si me animo paso”, le respondió Andrea antes de irse.
El día del atentado a la AMIA
Amanecía en Buenos Aires mientras, tras una intermitente noche, Sofía se levantaba de la cama con la voluntad que la caracterizaba. Se preparó el desayuno y alistó las cosas para comenzar a trabajar. Agarró el teléfono y llamó a su hija, quien no contestó. Ya había salido. Sin muchas más vueltas, comenzó su tarea hasta que al rato la interrumpió el afilado sonido del teléfono.
“¿Sabés algo de Andrea?”, preguntaba la voz de su yerno del otro lado. “Ya debe haber salido. Iba a dejar el currículum en OSECAC”, respondió con seguridad Sofía antes de terminar la conversación y seguir con sus actividades.
Guterman es el apellido de su marido, el de ella en realidad es Kaplinsky. Si bien suele utilizar el de casada, en ocasiones utiliza los dos. Sofía volvió a sentarse y siguió con lo suyo, pero nuevamente el teléfono la sacó de su labor. Era Alberto, desde su trabajo.
“Voy a llamar a nuestros vecinos de Pasteur para ver cómo están”, comentó. Ella, desorientada, preguntó el por qué. “Acaban de volar la AMIA”. Sofía conoció lo que era la incertidumbre.
No sabía ni cómo estaba el clima afuera, mas sí adentro. Su cuerpo estaba helado. Alberto salió hacia la AMIA. El contestador perpetuaba la inevitable incomodidad que recorría el cuerpo de Sofía mientras esperaba oír la voz de Andrea.
El dolor y la tristeza se mezclaban con la mezquina incertidumbre de no saber si su hija se había animado o no. A 40 cuadras, los perros de rescate retiraban los cuerpos de las víctimas, que con los días se contarían en 85. La esperanza de Sofía se mantenía intacta, pese a las desalentadoras circunstancias.
Siete días pasaron hasta que encontraron el cuerpo de Andrea. Siete días de espera. Siete días de incertidumbre. Siete días de pasar su fotografía en los programas de televisión. Dicen que Dios creó el mundo en siete días.
A 31 años del atentado a la AMIA: mantener viva la llama de la memoria
La impotencia se transformó en una necesidad intrínseca de justicia. “Yo no cambié, me transformé. Hasta el 18 de julio del ‘94 fui una persona. Dejé todo de lado y me convertí en una luchadora”, remarca Sofía.
Reuniones con abogados, con fiscales, con jueces, con políticos. Sofía realmente transformó su vida. Le ofrecieron un cargo. No lo aceptó. “Tengo en mis manos y en mi trabajo la asepsia de 85 muertos, no me puedo meter en política”, dice.
Con el tiempo, la memoria empezó a primar por sobre la lejana idea de justicia. Sofía ya no piensa en castigos, piensa en la importancia de no olvidar, y trabaja para ello. Ha pasado más de 20 años dando charlas al respecto, en cada rincón del país. También ha escrito cinco libros de poesía.
Hoy, a 31 años del atentado que transformó su vida, Sofía mantiene viva la llama de la memoria. Recuerda a Andrea, pero también a los otros 84. Vive en la misma casa, en el mismo barrio que aquel fatídico 18 de julio de 1994 a las 9.53 de la mañana, cuando el grupo Hezbolá, con el patrocinio de Irán, llevó a cabo el mayor atentado terrorista de la historia de la República Argentina.
“Aunque sé que nunca regresarás, aún espero. Estoy atenta a los ruidos que se producen en la puerta, y más de una vez, al escuchar un roce, acudo rápidamente y la abro para recibirte.
Aquí quedaron tus garabatos y tus guardianes de carne y hueso. No tenemos los hombres caídos, pero llevamos un inmenso agujero negro en el corazón.
Nos vamos enderezando de a poco y estamos nuevamente verticales, porque para honrarte, debemos aprender a llevar el dolor con dignidad”.
Fragmento del poema “Los primeros garabatos” de Sofía Kaplinsky Guterman, del libro “En cada primavera renace la alegría de vivir”.
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