El lenguaje entre campero y canyengue de «El reñidero» invita a viajar en el tiempo, a un pasado hostil y de hombres embrutecidos.
«El reñidero» de S.De Cecco. Dir.: E. Halac. Int.: J. Vallina, J. Furriel, A. Grimau, M. Ballesteros, T.Lestingi y otros. Mús.: M.Fernández Bussy y C. Alvarado. Esc.: M. Sleigh. Ilum.: L.Pérez. (Teatro Regio).
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La muerte de Pancho Morales, un guapo arquetípico del arrabal porteño en los tiempos en que Palermo era un barrio de hampones y cuchilleros al servicio de los políticos corruptos, desata una tragedia familiar que exhibe varios puntos en común con la «Electra» de Sófocles. Pero en «El reñidero», considerada la obra cumbre de Sergio De Cecco (1931-1986), ya no hay dioses que juzguen la conducta de los hombres; de allí que el autor se haya esmerado en darle una lógica a estos personajes, arrasados por pasiones primitivas, para mostrar a través de ellos el dificultoso paso de una comunidad violenta (como ese Buenos Aires orillero de 1905) a una sociedad regida por la ley.
Al igual que en el mito griego, la protagonista femenina (aquí llamada Elena) convence a su hermano Orestes de que vengue el asesinato de su padre. Así lo exigen los códigos del ambiente y un oscuro mandato familiar que termina resultando bastante hipócrita, dado que Morales siempre maltrató a su mujer, despreció a su hijo, y hasta cometió la traición de enviarlo a la cárcel por un crimen que él mismo le obligó a cometer. Joaquín Furriel aporta el physique du rôle adecuado para encarnar a este joven matón, dubitativo, «hamletiano» y apegado a su madre, sólo que en algunas escenas debería reforzar su volumen de voz.
Como en todas las buenas obras de teatro, aquí también las apariencias engañan (ni Morales era tan heroico y patriarcal como su hija lo pinta, ni su viuda es la pérfida mujer a la que todos miran con desconfianza). Marita Ballesteros y Julieta Vallina viven con gran intensidad esta sórdida pugna entre madre e hija; mientras que Antonio Grimau compone a un hombre cruel y despótico a más no poder. A excepción del difunto malevo, todos los personajes son dignos de comprensión o pueden llegar a inspirar cierta piedad. Hasta Soriano, el supuesto asesino, termina resultando más amable y simpático que su rival. Tal vez contribuya a ello la buena labor de Tony Lestingi (pícaro cuando chicanea a Elena y exquisito cantante en la escena de la serenata).
Aunque la puesta de Eva Halac no termina dar carnadura a ese ambiente brutal y sangriento (sobre todo en las escenas de riña de gallos y en las dos ejecuciones que dan cierre a la obra) merece destacarse su claridad expositiva, más aún tratándose de una obra que recurre a numerosos flashbacks. El lenguaje entre campero y canyengue de «El reñidero» invita a viajar en el tiempo, a un pasado hostil y de hombres embrutecidos que poco tienen que ver con aquellos héroes del cuchillo mitificados por Borges.
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