17 de mayo 2009 - 19:22

«El silencio de Lorna»

Nadie se emociona en «El silencio de Lorna», ni siquiera cuando la joven protagonista se desnuda, algo que hace bastante seguido.
Nadie se emociona en «El silencio de Lorna», ni siquiera cuando la joven protagonista se desnuda, algo que hace bastante seguido.
«El silencio de Lorna» («Le silence de Lorna», Belg.-It.-Fr.-Al., 2008, habl. en fr.); Guión y dir.: J.P. y L. Dardenne; Int.: A. Dobroshi, J. Renier, F.
Rongione, A. Ukaj.

Muchacha albanesa viene a casarse, sin emoción

Primera noticia buena: los famosos hermanos Dardenne acá usan una cámara de 35 mm., que los obliga a estar más quietos, ampliando un poco el cuadro, en vez de estar siempre encima de los intérpretes, como hacen con la de 16 mm., que es más manuable. La historia se presta (y nuestros ojos agradecen), ya que esta vez no debemos seguir a nadie de cerca, sino más bien entender cómo alguien va tomando distancia respecto a sus primeras decisiones.

Ese alguien es una joven albanesa que sólo quiere obtener la ciudadanía de la Unión Europea y poner un snack bar con su novio. Para ello, acepta venderse dos veces, en dos casamientos urdidos por un mafioso. Primero, con un belga infeliz, drogadicto. Eso le permitirá tener el documento tan ansiado, y sus primeros ahorros. Luego, tras el divorcio ya previsto, va a casarse con un mafioso ruso. Así éste también será ciudadano europeo, y ella ganará el doble de plata, y pondrá su kioskito. Como quien dice, una chica material.

Pero todo tiene sus límites, y sus tiempos. Por ejemplo, la indiferencia inicial de ella hacia un enfermo patético que quizá, motivado, podría recuperarse un poco, los trámites de divorcio, que pueden demorarse, la paciencia de los mafiosos, que no admite demoras. Una cosa trae la otra, a favor o en contra, y los imprevistos, incluso imprevistos de orden moral, entran a tallar. ¿Por dinero, casi todo? ¿También la callada aceptación de ciertas reglas ajenas a las leyes de la comunidad a la que se quiere pertenecer?

Surgen varias vueltas, la historia se hace interesante, y alguien hasta quizá reciba sin darse cuenta el fugaz roce del espíritu, en medio de los lugares secos y desabridos de una ciudad ajena, a la que se penetra haciendo daño y mirando cada uno por sí mismo. Lo que, lamentablemente, cuesta un poco, es mantener una empatía con los personajes, ya de por sí desagradables.

La kosova Arta Dobroshi y el belga Jeremie Rénier actúan bien, pero la frialdad del relato, la mezquindad con que se nos va informando de las cosas, lo deliberadamente antipático que hay en todo la historia, dificultan la emoción. Nadie se emociona, ni siquiera cuando la joven protagonista se desnuda, algo que hace bastante seguido, y que debería ser la segunda noticia buena de este apunte.

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