A diez días de las elecciones legislativas del 26 de octubre, el régimen de bandas cambiarias enfrenta un desafío que pone en jaque su principal función: la contención de expectativas. Mientras el Gobierno reafirma su compromiso con el esquema –con un techo cercano a los $1.500 por dólar –, los indicios del mercado dan cuenta de un desequilibrio creciente.
En los hechos, el esquema parece funcionar con varios anabólicos, desde tasas de interés de corto plazo que, de a ratos, tocan el 200% anual, préstamos del FMI para engordar reservas y hasta un Palacio de Hacienda que se ha mostrado dispuesto a desembolsar los pocos dólares que tenía ahorrados con tal que la cotización no se escape. Se suma ahora, la intervención del Tesoro de EEUU. El dato es que la demanda de divisas absorbe toda la oferta disponible.
Para el Gobierno, esta dinámica obedece exclusivamente a la proximidad del comicio. Lo ha dicho hace apenas algunas horas el presidente del BCRA, Santiago Bausili. En el Atlantic Council de Washington, el funcionario defendió la calibración de las bandas como "apropiada y en proceso de ensanchamiento gradual", argumentando que la demanda actual de cobertura cambiaria responde a un "shock preelectoral desproporcionado" que se disipará una vez superado el 26 de octubre.
Una cifra infernal, la billetera de Washington
La definición no es menor. El Gobierno piensa que. una vez superada la elección, la demanda de dólares cederá. Y analiza que el esquema de bandas cambiarias seguirá su curso, que no habrá que hacer modificaciones. Apuestan a que eso suceda.
Tanto es así que, para mantener el esquema cambiario, se ha forzado una respuesta inédita desde Washington: una intervención masiva del Tesoro estadounidense en el mercado cambiario local, destinada a prevenir una devaluación abrupta que podría hacer implosión de todo el credo del equipo económico.
Lo ocurrido ayer ilustra la gravedad de la situación. A pesar de una serie de anuncios de respaldo explícito por parte de Scott Bessent, secretario del Tesoro de Estados Unidos –incluyendo elogios públicos a la disciplina fiscal, potencial préstamo sindicado con bancos y aplausos al ajuste de Milei durante un foro en Nueva York–, el mercado cambiario compró todos los dólares que pudo o, mejor dicho, Estados Unidos compró todos los pesos que quisieron venderle.
Así, los agentes del mercado, interpretando el tipo de cambio oficial como alejado de su valor de equilibrio, respondieron con una compra indiscriminada de divisas, agotando las liquidaciones en el Mercado Único y Libre de Cambios (MULC).
En este contexto, el Tesoro de EEUU optó por una operación de estabilización directa: la inyección de dólares frescos, acompañada de la adquisición correspondiente de pesos, con el objetivo de amortiguar la brecha y preservar la credibilidad del régimen. Las estimaciones preliminares circulantes calculan que el volumen de ventas de dólares por parte del Tesoro superó los u$s500 millones, una cifra que, si se confirma, representaría la intervención más significativa de un socio externo en el mercado argentino desde los rescates del FMI en la década pasada.
Esta acción, coordinada con el Banco Central de la República Argentina (BCRA), no solo refleja la interdependencia creciente entre la política monetaria local y las prioridades geopolíticas de la administración Trump, sino que también subraya la vulnerabilidad del esquema de bandas ante shocks transitorios.
"No anticipamos modificaciones en el régimen", enfatizó Bausili, alineándose con la expectativa oficial de que el acuerdo marco para el swap con la Reserva Federal –por hasta u$s20.000 millones, en fase de documentación final– se active en las próximas dos semanas, reforzando así la capacidad de intervención del Central.
Recalibración forzosa: la última palabra la tendrá el mercado
Sin embargo, esta visión contrasta con varias lecturas. Se ve en la intervención del Tesoro un síntoma de que el mercado ya emite un veredicto: el tipo de cambio no refleja un equilibrio sostenible -no alivia el sector externo-, y una derrota relativa del oficialismo en las urnas podría precipitar una recalibración forzosa, ya sea mediante un ajuste en los extremos de las bandas o una transición hacia una flotación más libre.
La pregunta que subyace a este escenario –y que redefine el rol de los actores en la gestión cambiaria– es si, por primera vez en la era Milei, la decisión final sobre el dólar postelectoral escapará al control del Ejecutivo y del Tesoro estadounidense para recaer en las fuerzas del mercado. En el caso del Tesoro estadounidense, está claro que cuenta con dólares infinitos, pero también ha quedado en evidencia que no piensa en utilizarlos.
Históricamente, en contextos de alta incertidumbre como el argentino, las expectativas de los inversores han actuado como catalizador de ajustes inevitables, amplificando presiones que las autoridades no logran contener con anuncios o inyecciones puntuales.
Un resultado electoral que consolide al oficialismo –con al menos un 35% de los votos y avances en distritos pivotales– podría validar la tesis oficial de transitoriedad, permitiendo que el swap y las bandas se mantengan intactas.
En cambio, un desempeño muy magro exacerbaría la dolarización masiva, drenando reservas y obligando a opciones drásticas: desde un encarecimiento del piso y techo de las bandas hasta un salto del 20-30% en el tipo de cambio, con repercusiones en la inflación mensual que revertirían los logros acumulados en disciplina fiscal.
El condicionamiento externo agrava esta dicotomía. El respaldo de Bessent, aunque concreto en términos retóricos, se enmarca en la doctrina de Washington de priorizar aliados estables: el flujo de liquidez, incluyendo posibles aportes adicionales de bancos privados por otros u$s20.000 millones, estará atado a un triunfo que garantice mayorías legislativas para reformas pendientes.
Sin ese blindaje, la intervención del miércoles podría repetirse, pero con márgenes menguantes, dejando al mercado como árbitro indiscutido.
En el ámbito doméstico, las fricciones internas del oficialismo –manifestadas en las negociaciones del jefe de Gabinete, Guillermo Francos, con sectores del macrismo, y en las tensiones entre el asesor Santiago Caputo y el canciller Gerardo Werthein– no facilitan un frente unido ante el vértigo cambiario.
La prospectiva de una reestructuración del Gabinete posterior al 26 de octubre, según indicios atribuidos al entorno presidencial, apunta a un reordenamiento que privilegie la coalición, pero que podría dilatar respuestas ágiles si el mercado impone su tempo.
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