18 de mayo 2009 - 10:40

arteBA, puerta de acceso de la fotografía a las colecciones

Jorge Miño, S/T; Serie: Puesta en escena. Fotografía digital.
Jorge Miño, S/T; Serie: Puesta en escena. Fotografía digital.
Durante más de un siglo, la fotografía transitó un penoso camino de pruebas para demostrar su potencial artístico. Desestimada por su valor periodístico, jurídico y documental, o por su alianza con la publicidad y el glamour del star system cinematográfico, hacia mediados de la década de 1950 todavía no podía presumir de ser un arte de magnitud, como lo demostró la exitosa exposición The Family of Man, celebrada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1955, en la que su curador, el fotógrafo Edward Steichen, tuvo la posibilidad de manipular a su capricho los negativos de los autores que prestaron sus imágenes, presentándolas sin siquiera mencionar a su realizador.

Eran los tiempos donde los fotógrafos entregaban los negativos de sus trabajos a los editores de las revistas, otorgándoles la decisión final sobre las tomas y los encuadres que finalmente se publicarían. Tiempos donde las imágenes no se acreditaban, salvo en el caso de algunos autores que habían logrado cierto prestigio y podían trasvasarlo a la publicación.

¿Quién iba a pensar en esa época que una fotografía del propio Steichen, un pequeño paisaje intimista bañado por una luz difusa, iba a alcanzar una suma cercana a los tres millones de dólares en una subasta, medio siglo más tarde?

En este tiempo, obviamente, las cosas cambiaron mucho. No sólo debido a que los fotógrafos comenzaron a dar más valor a su producción, sino principalmente, porque el circuito del arte contemporáneo le reconoció el mérito artístico que tanto se resistía. Teóricos y curadores acompañaron el proceso destacando los valores formales y conceptuales del medio, mientras un número creciente de artistas visuales acudía a la fotografía para plasmar sus investigaciones sobre la realidad, indagar las posibilidades estéticas de su lenguaje o reflexionar sobre la mirada.

Esta consagración fue seguida de cerca por el mercado. En el boom financiero de los ochenta, y ante la avidez de museos y coleccionistas, la fotografía se acomoda a los requerimientos mercantiles reforzando la noción de autor, reduciendo los tirajes de las copias y dando un marco de sacralidad al momento de la recepción hasta asemejarlo al de la pintura. El cubo blanco de los museos fue el espacio ideal para que esto aconteciera, pero también lo fue el desarrollo tecnológico de las reproducciones, que permitió generar fotografías con tamaños similares a los cuadros de los períodos épicos de la expresión plástica.

Se produce así el triunfo de lo que Jean-Françoise Chevrier denomina el «formato cuadro», un tipo de presentación espectacular que hace que los coleccionistas no extrañen la pintura. Pero en realidad, ese formato monumental pertenece por derecho propio a la fotografía, como puede verse en las vallas publicitarias. El canadiense Jeff Wall pone de manifiesto esta doble pertenencia de la fotografía contemporánea en sus enormes tomas que citan al mismo tiempo a la historia del arte y a las gigantografías destinadas a los espacios públicos.

Incertidumbre

En manos de los artistas, la fotografía es uno de los medios más adecuados para investigar el mundo mediatizado en el que vivimos. En sus obras se manifiestan reflexiones sobre la naturaleza incierta de la realidad representada, la manipulación ideológica de los medios de comunicación, el documento social y la identidad individual y colectiva.

Sus recursos son ilimitados, como lo son las aproximaciones contemporáneas al medio fotográfico. Entre el registro frío y la parodia, entre la declaración política y la mirada intimista se despliega un espectro de producciones que invitan al pensamiento y el goce visual, el debate y la contemplación. Como el resto de los medios artísticos actuales, la fotografía se resiste a las definiciones y a las clasificaciones. Ya no suscribe a géneros ni a procedimientos de creación basados en métodos estructurados o fórmulas. De hecho, la habilidad técnica, base para toda apreciación de la fotografía hasta mediados de la década de 1950, se ha vuelto relativa en la obra de los autores que favorecen la preeminencia de la idea visual por encima de su realización material.

La llegada de la tecnología digital produjo una conmoción en el terreno de la creación fotográfica. Pero ésta resultó ser completamente diferente de la esperada. Si bien es cierto que los dispositivos digitales ha banalizado el acto de la producción fotográfica hasta transformarlo en un gesto desprovisto misterio, como contrapartida han enfatizado el valor de la producción analógica en vías de extinción. El anuncio del fin de la fabricación de los rollos de película y las cámaras mecánicas cayó como un balde de agua fría sobre los artistas que se resistieron -y muchos todavía lo hacen- al pasaje hacia lo digital. Pero al mismo tiempo determinó que la producción analógica anterior pase a ser un bien limitado y escaso, atesorable e histórico. Es decir, un bien con un valor de mercado elevado. Ahora no resulta nada extraño que el precio de una fotografía de principios del siglo veinte como la de Steichen haya alcanzado la cifra que la transformó en la más cara de la historia.

Walter Benjamin sostuvo que una de las características básicas de la fotografía era su reproducción ilimitada. Pero no tuvo en cuenta que los materiales que intervienen en el proceso fotográfico iban a alcanzar un límite. Hoy ese límite establece nuevos parámetros de originalidad y unicidad, reconduciendo la experiencia perceptiva de la imagen fotográfica hacia la de la pictórica, justamente aquella que era su oponente en el pensamiento del filósofo alemán.

Sin embargo, el valor de una fotografía no se circunscribe a la escasez de sus apariciones. Como en todo medio artístico, intervienen las evaluaciones críticas, históricas y estéticas, y también, de manera determinante, la valoración de su autor. El nombre del artista sigue siendo un dato relevante más allá incluso de las propiedades materiales de sus obras. Por eso ningún artista contemporáneo le teme a la fotografía digital. Su fantasma disolvente ha sido exorcizado por la consolidación del arte fotográfico como un ámbito sustentado en una historia, una crítica, unas instituciones y muy especialmente, en unos artistas reconocibles, cuyas obras son hoy los ejes de una historia del arte ampliada.

Todo este impulso ha hecho de la fotografía un arte de ferias. Al especificarse las claves de su valor, su circulación comparte los espacios de todas las producciones artísticas contemporáneas. Y aunque su entrada al museo y a la historia del arte es indiscutible, todavía le queda un camino por recorrer al interior de las colecciones privadas, sobre todo en nuestro país. Un camino que se va acortando en la inauguración de cada nueva feria.

Dejá tu comentario