7 de enero 2010 - 00:00

Cuarenta días... y mil y una noches

Yemen, hoy en el foco de la atención internacional por la penetración de Al Qaeda, es el país más pobre del mundo árabe. Sin embargo, es rico en historia, cultura y magia.
Yemen, hoy en el foco de la atención internacional por la penetración de Al Qaeda, es el país más pobre del mundo árabe. Sin embargo, es rico en historia, cultura y magia.
Haga una simple prueba: cierre los ojos, deje la mente en blanco y fíjese en las imágenes que fluyen en su mente al oír la palabra «Yemen». La mayoría de los lectores pensará en terrorismo, islamismo radical, bombas, violencia, inseguridad, muerte, amenaza...

Sin embargo, para quienes han tenido la suerte de conocer el país en épocas menos convulsas Yemen suena, huele y sabe a leyendas, a paseos tranquilos por una de las madinas más bonitas del mundo árabe, a vidrieras de colores que iluminan la ciudad cuando cae la noche, a miradores en las azoteas de los altos edificios donde tomar un té con amigos, a historias, a Historia, a especies... a la cuna de «Las mil y una noches».


De hecho, en una de las ciudades yemeníes más bonitas, Shibam Hadramaut, Harun al Rashid, el califa protagonista de esta recopilación de cuentos, tenía su gran palacio que aún sigue en pie.

Esas tierras fueron, aunque ahora parezca increíble, la «Arabia Feliz» que nombraron griegos y romanos. El corazón de la Ruta del Incienso, un elemento que todavía hoy copa tiendas enteras con variedades inimaginables en cualquier zoco yemení.

Los confines de la gran reina de Saba que quedó hipnotizada ante la sabiduría y belleza del rey Salomón. El reducto de los principales centros de pensamiento ismaelí. El único país árabe que, ya en el siglo XX, llegó a instaurar un régimen comunista dividiendo su territorio y su sociedad.

Aunque sea antiperiodístico, permítanme usar la primera persona del singular sólo en estos párrafos. Aterricé en Saná doce días después del atentado terrorista que mató a siete turistas españoles. En ese julio de 2007, donde quizá empezó a salir a la luz exterior una situación de inestabilidad que ya azotaba el país casi desde el origen de sus tiempos, ser español resultaba un plus en positivo.

En cuanto un tendero, vendedor de qat, una mujer que cruzaba la calle, un camarero o un servidor de zumo se daba cuenta del color del pasaporte, soltaba con su mejor sonrisa la misma afirmación como si de una oración de fidelidad se tratara: «Los españoles son hermanos nuestros, cuando los árabes llegaron a España había un grupo muy importante de yemeníes. Vosotros sois Al-Andalus».

Y sólo por ser españolas, fuimos invitadas de honor en una boda (tanto en la parte reservada para hombres como en la de las mujeres), comimos en la misma mesa que los familiares y bailamos al ritmo de las jambiyas en el círculo de los hombres. Nos recibieron en la fiesta de una parturienta, nos enseñaron el secreto de sus dulces típicos. Nos invitaron con té. Nos mostraron los mejores rincones de la capital. Nos ofrecieron las telas más suaves para los largos vestidos y hasta nos acompañaron para encontrar el camino de vuelta en el enredo de callejuelas que supone su madina. Todo por nada.

Pero Yemen no es fácil. Es un país lleno de contradicciones, quizá por eso marca al viajero en el alma. Las únicas cosas en común que tienen todos sus habitantes son la amabilidad, la hospitalidad y la supervivencia natural que obliga la experiencia de sus ancestros.

El resto son cientos de tribus diferentes aferradas a su origen como vía de resistencia, distintas ramas del islam (ismaelíes, shiíes, sunníes) fieles a sus principios y a su gente antes que al país, diferentes culturas tan opuestas como los pastores de las montañas o los pescadores del sur, ciudades que se remontan al origen de la vida (dicen que Adén es el Edén bíblico y que Saná fue fundada por el hijo de Noé) y asentamientos nómadas que recorren kilómetros y kilómetros de desierto como si estuvieran condenados a errar para siempre.

Si en Saná el tiempo es monzónico y llueve matemáticamente durante 35 minutos cada tarde, en Adén el calor y la humedad son asfixiantes, más próximos al clima africano que al asiático. Si las mujeres tienen que cubrirse siendo libres únicamente para enseñar sus grandes ojos oscuros y unas manos dibujadas de jena, la parte comercial de Saná muestra la ropa interior más erótica y sonrojante que se pueda encontrar.

Si las féminas no pueden elegir marido ni viajar sin su permiso, el Gobierno ha abierto la universidad a todos los jóvenes (incluidas ellas) que recuerdan con orgullo que dos de los más importantes, históricos y venerados dirigentes de esas tierras fueron mujeres: la archiconocida reina de Saba y la reina Arwa.

Viajar por el país puede resultar desesperante para la limitada paciencia occidental: para cruzar de una provincia a otra hay que pasar horas y horas en un incómodo taxi por carreteras de segunda, atravesar controles militares que más que fronteras parecen trincheras, rezar mientras se responde a las mismas preguntas a cada soldado que con un kalashnikov en mano ejerce su pequeño poder y confiar en que tu mirada no resulte demasiado irreverente.

El destino merece esas «penas». Las estrellas brillan diferente en el país del diluvio universal. La puesta de sol en Shibam, donde todavía se habitan los rascacielos de barro más altos del país, es una de las mejores del mundo. Las ciudades de las montañas parecen excavadas literalmente sobre piedras verticales que desafían la gravedad y los zocos del sur mezclan el islam y las creencias africanas en cada puesto. Los paisajes de los wadi marcan la grandiosidad de la naturaleza y el mar huele distinto si es el Arábigo o el Rojo.

Pero sobre todo está Saná. La capital guarda en su corazón la madina mejor conservada de un país árabe con unas puertas de entrada al túnel del tiempo. Los edificios terrosos y las vidrieras de colores esconden secretos prodigiosos como la primera mezquita construida fuera de Arabia Saudita, levantada sobre la única segunda piedra negra por orden del yerno de Mahoma, o un curandero naturista que tiene remedios caseros hasta para blanquear los dientes.

Un carpintero que hace puertas, símbolo de la paciencia recia yemenita, un puesto de miles de especies, un vendedor de jambiyas (la daga, orgullo nacional), un joyero, un artesano, un santero, un quinquillero, un vendedor de frutos secos, un frutero, un camarero repartiendo té. Después de pasar 40 días en Yemen, uno sabe que ahí pudo estar el paraíso.

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