23 de agosto 2011 - 00:00

Víctimas de los Castro golpean una puerta que no abre: la Iglesia

Benedicto XVI
Benedicto XVI
La Habana - Desde los balcones, los vecinos curiosos las ven caminar en fila por la ruidosa avenida Neptuno. Van vestidas totalmente de blanco y en las calles aledañas se prepara ya la turba que les impedirá el paso a fuerza de gritos y empujones. Son cerca de las cuatro de la tarde y llueve sobre La Habana, con esa fuerza que tienen aquí los aguaceros de verano. El agua hace que las ropas se peguen al cuerpo de las Damas de Blanco y la tropa de choque les cae arriba con los puños alzados y las bocas lanzando insultos. Los fisgones se meten dentro de las casas y miran sólo a través de las persianas entreabiertas. Durante más de una hora, la ordalía de la intolerancia estará en su apogeo y muchos evitarán pasar cerca del lugar, para no ser confundidos y agredidos. A miles de kilómetros de allí, en la también calurosa Madrid de estos días de agosto, el papa Benedicto XVI pronunciaba un mensaje de concordia y paz.

Las autoridades cubanas creían haber desarticulado a ese movimiento femenino que defendió durante siete años la excarcelación de los prisioneros de la Primavera Negra de 2003. Los sesudos de la Seguridad del Estado pensaron que al enviar al exilio a la gran mayoría de los disidentes liberados en el último año, las Damas de Blanco dejarían de existir. Calcularon que empujar a la emigración a buena parte de estas mujeres borraría la incómoda presencia de ellas de las calles habaneras.

Descrédito

Para erradicar del todo esta forma de protesta pacífica, han diseñado también una campaña de descrédito en los medios oficiales y han amenazado a estas féminas con la cárcel. El resultado no parece ser el esperado por nuestra StTMsi tropical. La semana pasada, casi medio centenar de ellas ha peregrinado por la ciudad y otras tantas han intentado hacer lo mismo en la provincia de Santiago de Cuba. La respuesta oficial en ambos casos ha sido la violencia, el golpe y los vejatorios mitines de repudio. El Gobierno raulista ha enseñado así el lado más feo de su rostro para enviar un mensaje claro hacia dentro y hacia fuera de la isla: no se permitirá que la oposición gane la calle. Al actual presidente no parece importarle tanto el escándalo internacional ni la reprimenda de los organismos de derechos humanos, y parece temerle más a que esos gladiolos y esas blusas blancas crezcan en número y en simpatía popular.

La posición más incómoda la tiene ahora mismo la Iglesia Católica cubana y, especialmente, el cardenal Jaime Ortega y Alamino. Hace ya un año, éste asumió el papel de figura mediadora en el proceso de excarcelaciones de presos políticos. Aunque su gestión también fue motivo de críticas, el resultado final se concretó en la liberación de los detenidos en marzo de 2003 y de otros prisioneros. El cardenal también intercedió para que las peregrinaciones dominicales de las Damas de Blanco no fueran respondidas con la violencia de las tristemente célebres Brigadas de Respuesta Rápida. Por unos meses parecía que el Gobierno se conformaría ante el hecho de que estas mujeres le habían arrebatado un trozo de ciudad. Pero en realidad trabajaba tras bambalinas para desarticular el movimiento y mandar al exilio a la mayor cantidad de ellas. La polémica sobre si la Iglesia cubana se prestó o no para esos viajes que rozaban casi con las deportaciones forzadas permanece aún candente entre detractores y seguidores de esta milenaria institución. Lo cierto es que el manto cardenalicio protegió y amparó en alguna medida a las Damas de Blanco, hasta que Raúl Castro comprendió que el movimiento no languidecía, sino que se extendía.

Cuando el jueves pasado, las tropas de choque volvieron a golpear y a insultar con palabrotas a estas mujeres, el primer nombre que ellas invocaron fue el de Jaime Ortega y Alamino. Justo en ese momento, el cardenal estaba en Madrid para acompañar la visita del Papa a esa ciudad. Desde La Habana, un llamado lo alcanzó en medio de las celebraciones y el jubileo. Las Damas de Blanco le pedían que intercediera por ellas ante Benedicto XVI y que éste a su vez convenciera al Gobierno cubano de parar la violencia. Faltando apenas dos meses para presentarle su retiro al Vaticano, Ortega y Alamino se encuentra ahora en una situación muy difícil de resolver. Sabe que las autoridades de la isla no aflojarán la represión, pues sin ella el descontento social emergería de una manera irreversible. También es conocedor de que los pequeños espacios que ha ganado la Iglesia en Cuba en los últimos años podrían perderse de mantener él una actitud demasiado crítica hacia la gestión de Raúl Castro.

Como pastor de un rebaño en apuros, le corresponde defender a éste, pero también debe velar por la institución que representa. Está atrapado en un conflicto del que pocas veces se sale airoso y que ya ha comenzado a arrojar sombras sobre su gestión. Toda su anterior labor de mediador puede verse seriamente comprometida si un año después de aquella negociación la represión sigue y la penalización de la discrepancia se mantiene intacta. Una fila de mujeres vestidas de blanco, vapuleadas y denigradas, le ha pedido ayuda al cardenal de todos los cubanos. La gran pregunta es si él podrá realmente auxiliarlas.

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