13 de mayo 2025 - 00:00

Fuerzas Armadas y Seguridad Interior: la tentación de lo excepcional y la fragilidad institucional

La intervención militar en materia de Seguridad tiene problemas operativos pero también denota debilitamiento institucional.

El Ejecutivo asignó nuevas responsabilidades a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior, lo que reavivó preocupaciones en sectores académicos, políticos y de derechos humanos.

El Ejecutivo asignó nuevas responsabilidades a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior, lo que reavivó preocupaciones en sectores académicos, políticos y de derechos humanos.

La actual administración nacional ha decidido asignar nuevas responsabilidades a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad interior, lo que ha reavivado la preocupación en sectores académicos, políticos y de derechos humanos. La referencia inmediata es la Operación Roca en la frontera norte, una cuestión que obliga a examinar con rigor la legitimidad jurídica y las implicancias sociales y políticas de esta práctica.

Desde el retorno de la democracia en 1983, Argentina ha consolidado una separación rigurosa entre defensa nacional y seguridad interior, plasmada en las leyes 23.554 (1988) y 24.059 (1992). Estas normas fueron diseñadas para promover la profesionalización de las fuerzas policiales y militares, delimitando claramente sus respectivos ámbitos de actuación y evitando que las Fuerzas Armadas asuman funciones propias de las fuerzas de seguridad. Esta arquitectura legal surgió como respuesta directa a las graves violaciones de derechos humanos cometidas durante la última dictadura militar y constituye un pilar fundamental de la institucionalidad democrática.

Sin embargo, distintos especialistas advierten que la actual intervención militar no solo denota improvisación operativa, sino también un progresivo debilitamiento institucional. En este sentido, es pertinente señalar que recurrir a las Fuerzas Armadas para desempeñar roles policiales representa un retroceso que evidencia la incapacidad del Estado para fortalecer sus fuerzas de seguridad y su inclinación a optar por soluciones excepcionales ante problemas estructurales.

Desde el punto de vista legal, la fragilidad es evidente. Aunque el Ministerio de Defensa sostiene que las detenciones en flagrancia realizadas por militares están respaldadas por los artículos 216 y 217 del Código Procesal Penal Federal, expertos advierten que transformar esta excepción en una práctica habitual erosiona la separación entre defensa y seguridad, comprometiendo el delicado equilibrio institucional que incluye a la inteligencia. En ese sentido, cabe agregar que la flagrancia, como instituto del derecho penal, refiere a situaciones espontáneas y excepcionales, no a una conducta sistematizada que, en todo caso, debería estar prevista en las reglas de empeñamiento que ordenan el despliegue militar —cuyo alcance aún se desconoce—. A esto se suman incidentes graves, como el caso de maltrato en la Armada (voluntaria Brisa Báez), que ilustran los riesgos de sobrecargar a las Fuerzas Armadas con funciones para las cuales no cuentan con la doctrina de empleo adecuada ni con la formación requerida.

Es importante destacar, además, que este uso extendido ignora el límite preciso establecido en el artículo 397 del Código Procesal Penal Federal, que autoriza detenciones por parte de militares únicamente en zonas de combate efectivo, un escenario claramente distinto de las tareas de patrullaje fronterizo en tiempos de paz. Esta diferencia sustancial subraya la distancia entre lo que la ley dispone y las prácticas adoptadas por el Ministerio de Defensa.

A nivel internacional, organismos como la CIDH y diversas entidades de derechos humanos han alertado sobre el peligro de retroceder en estándares democráticos. Puede afirmarse que cada paso hacia la militarización de la seguridad interior representa un retroceso en la consolidación de un Estado de derecho robusto y transparente.

El panorama futuro plantea varios escenarios: la judicialización, que podría paralizar las operaciones actuales; la reforma legal, que establecería un nuevo marco normativo, aunque con el riesgo de institucionalizar prácticas peligrosas; y, finalmente, la opción de fortalecer las fuerzas de seguridad, considerada la vía más prudente para preservar nuestra democracia.

El desafío sigue siendo garantizar la seguridad ciudadana sin socavar las bases democráticas. Para ello, es indispensable robustecer las instituciones policiales, invertir en profesionalización y resistir la tentación de recurrir a medidas excepcionales. Nora Cortiñas lo advirtió con precisión: “No podemos permitir que las soluciones fáciles de hoy se conviertan en las pesadillas del mañana”.

En cuanto a los argumentos del Ministerio de Defensa, se observa una narrativa que busca ampararse en interpretaciones laxas del Código Procesal Penal Federal y la Ley de Seguridad Interior. Sin embargo, esta postura resulta engañosa, toda vez que la normativa restringe explícitamente la participación militar a situaciones excepcionales bajo conducción política y con supervisión legislativa. La invocación de una supuesta “emergencia en la frontera” sin declaración formal ni control parlamentario vulnera los principios de legalidad y transparencia. Este discurso, sin dudas, desnaturaliza la excepcionalidad hasta convertirla en regla, poniendo en riesgo los fundamentos del Estado de derecho.

Por último, es imperioso que la sociedad conozca las reglas de empeñamiento diseñadas para esta operación militar de seguridad interior —con sus límites y alcances—; de lo contrario, podría interpretarse que esta iniciativa responde más a necesidades políticas coyunturales que a un diagnóstico institucional serio.

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