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El deslumbrante encanto de hallar lugares inesperados
Al llegar a El Shincal, sentí el convencimiento de haber elegido la opción correcta. No alcancé a contar los edificios (todos construidos en piedra y barro), pero aseguran que son 70. Están distribuidos alrededor de la plaza central, al igual que un cuartel de tropas y dos elevaciones con terrazas a las que se accede por escaleras de roca. Cuentan los pobladores que una de ellas fue utilizada por la civilización incaica como templo solar. Fue la última parada en Catamarca antes de acceder a tierras riojanas.
Lo mejor, cuando transitamos por la indescifrable Ruta 40; fue observar las montañas de un color rojo que encandila por su intensidad. Un baqueano aclaró que son las Termas de los Mogotes (zona de afloramientos termales aún no explotados) y Los Colorados, llamativos murallones de areniscas rojas y ocres donde se localiza la Cueva del Chacho, una formación rocosa que durante el siglo XIX sirvió como refugio al caudillo riojano Chacho Peñaloza para esconderse de sus enemigos. Un pueblo parece inmóvil a la vera del camino. Apenas una docena de casitas de barro y paja (unas pocas chapas). Dos gallinas lamentan la falta de pasto y un perro galgo raquítico posa para la foto junto a su dueña que permanece sentada y ni siquiera se inmuta con nuestro saludo.
Vichigasta se convierte en el próximo destino. Ubicado al pie de las sierras de Famatina, el lugar nos resultaba simplemente uno más antes de escuchar el relato de Meco, un anciano que declaró ser «puntero» político de un candidato peronista. «Esta zona es ideal para los amantes del terror que se animen a ingresar en las cuevas de los montes», dispara. «Habitan duendes, brujas y luces malas». Realidad, mito o leyenda, preferimos seguir camino antes que seguir indagando.
La idea era hacer base en Chilecito. El hecho de ser la segunda ciudad en importancia de La Rioja la transformaba en parada obligada. Sin embargo, varios kilómetros más adelante el camino sorprende con la Cuesta de Miranda, un caprichoso trazado de ripio que trepa hasta los 2.020 metros sobre el nivel del mar. Valles y desfiladeros resguardan colosales paredones al rojo vivo a lo largo de doce kilómetros. Hay tramos muy bien conservados del antiguo Camino del Inca. Nos enteramos de que era el paso obligado entre el Cuzco y Cuyo, y se especula con que en el futuro el circuito sea declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Los precipicios ya superan los 200 metros de altura, y el rojo del paisaje se vuelve cada vez más increíble. A esta altura, los cactus ya parecen una manada de animales que bajan del cerro en procesión. Al fondo de una quebrada, el río Miranda zigzaguea de forma extraña. El contraste con el verde de otras montañas y el celeste del cielo crea una postal perfecta para sacar la foto de rigor. El camino sube y baja alternadamente, y cada tanto aparecen algunos cascotes de arcilla derrumbados sobre la ruta que complican el tránsito.
El asfalto se acaba, y el sendero parece intransitable. Pero engaña: está en buen estado y cualquier vehículo puede recorrerlo. Mientras bajaba por la cuesta, recordé el camino al pueblito salteño de Iruya. A decir verdad, éste nada tiene que envidiarle a aquél. Finalmente, arribamos al punto más alto de la cuesta: un mirador llamado Bordo Atravesado. De haber continuado, Villa Unión esperaba al final del camino, invitándonos a quedarnos un día entero para recorrer los vecinos parques de Talampaya y el Valle de la Luna. Lamentablemente, por una cuestión de agenda y de tiempo (además, ya los conocía) quedaron pendientes para otra oportunidad.
Tres días después fui a San Juan. Conocía cada rincón de la capital y sus alrededores. La casa natal de Sarmiento, el Museo de Ciencias Naturales, La Catedral, un curioso spa de vino, turismo en bodegas y una champañera (única en Sudamérica) ubicada en la cueva de una montaña llamada Cavas de Zonda.
Pero había jurado regresar para recorrer a caballo parte del trayecto que hizo el ejército al mando del general San Martín, en el histórico Cruce de los Andes. Sin embargo, conocer a Ariel nos bastó para cambiar de planes sobre la marcha. Este joven turista, porteño, había realizado el recorrido hacía dos días y decidimos sentarnos en la histórica Plaza 25 de Mayo a escuchar su relato.
«Por ahí pasó la columna principal del ejército libertador. Recorrieron Llaretas, Ortiz, la Honda y Valle Hermoso. Las tropas comenzaron a caminar el 24 de enero, pero antes de que salieran los batallones que cruzarían por Los Patos, San Martín ordenó un depósito de abastecimiento ubicado en Los Manantiales, a 3.200 metros de altura (Calingasta). Era para darles de comer a los hombres y al ganado durante veinte días. El Paso de los Patos es imponente. Hay que cruzar a gran altura hasta llegar hasta el límite argentino-chileno, en el paso de Valle Hermoso, que está a 3.300 metros. Es espectacular observar de cerca el Aconcagua, dormir en carpa en los lugares más remotos; vivir durante varios días en la naturaleza más cruda y, sobre todo, pasar el tiempo tan cerca del cielo. Por la noche, uno tiene la sensación de que puede tocar las estrellas con la mano», contó Ariel antes de emprender viaje de regreso a su natal Buenos Aires. Quizá porque habíamos saciado nuestra curiosidad o simplemente porque sí, decidimos cambiar el programa y quedarnos en la ciudad. Aprovechamos el tiempo libre para recorrer la zona del dique Ullum y sus alrededores.
Turismo minero
A San Luis llegamos para hacer turismo minero, programa ideal para aquellos que tienen espíritu explorador. Recorrimos los 80 km que separan a la capital puntana de La Carolina, tras pasar por un increíble Valle de Pancanta hasta el pie del cerro Tomolasta.
Después de transitar la Ruta 9, con dirección Norte, se accede al poblado, que parece estar ajeno al paso del tiempo. Fue inevitable contactar a un operador local para llegar hasta las entrañas de las antiguas minas.
La villa turística La Carolina data de 1792, año en que fue fundada por el entonces Marqués de Sobremonte, en honor a la esposa de Carlos III de España.
Este antiguo poblado tuvo su auge a mediados del siglo XIX, cuando un casual descubrimiento generó la más descabellada fiebre de oro que sufriera el país. En poco tiempo, la actividad minera generó que compañías inglesas y españolas llegaran hasta la región para extraer el oro que se albergaba en las montañas, eclipsando por completo la tradición pastoril y ganadera del lugar.
El fin de la explotación de las minas fue también un final anunciado de la prosperidad de La Carolina. Zorras oxidadas, hierros retorcidos, túneles abandonados, depósitos destruidos y personas viviendo del recuerdo de un sueño hecho -por poco tiempo- realidad le dan hoy «vida» a la zona.
En la actualidad, el potencial turístico de La Carolina parece despertar luego de un prolongado letargo, gracias a los vestigios de un esplendoroso pasado, que ayudan a promocionar la zona como un lugar para realizar turismo minero.
Visitamos los antiguos socavones. Llegué hasta las profundidades de las minas, a 300 metros, con el deseo de repetir el trayecto una y otra vez. El guía relata las virtudes de los distintos minerales y señala «formaciones de estalactitas, estalagmitas y fallas geológicas», pero poco me interesaba. Sólo quería seguir caminando y que esa cueva no acabara nunca. Ideal para vivirla en familia, ya que no presenta mayores grados de dificultad. Recomendable y diferente. Fue una experiencia única y, sobre todo, impactante.
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