20 de agosto 2001 - 00:00

TÀPIES Y SU ESTETICA DE LA POBREZA

TÀPIES Y SU ESTETICA DE LA POBREZA
Escribe Atila Karlovich

La muestra de 64 obras (telas, dibujos y grabados) del catalán Antoni Tàpies que se presenta en el Centro Cultural Borges nos lleva a recuperar la historia de ese artista y cómo alcanzó la construcción de una estética absolutamente personal.

Antoni Tàpies nació en 1923 en el seno de una familia tradicional de la burguesía catalana estrechamente ligada al mundo intelectual y al arte de su país. Tàpies llega a la madurez después de la Guerra Civil que acaba con la República (y el catalanismo) en España. Las contradicciones que resultan de esta particular constelación histórica, donde al mismo tiempo se da la victoria de los Aliados sobre el nazismo alemán y el fascismo italiano, serán decisivas para toda la generación de artistas españoles que encuentran sus caminos dentro de la abstracción y el informalismo, y cuyo máximo exponente es precisamente el catalán Tàpies.

Antoni Tàpies comienza a pintar copiando obras de Van Gogh y Picasso. Mientras estudia Derecho, lee a Thomas Mann, Ibsen, Nietzsche y Proust, y escucha música de los postrománticos alemanes, sobre todo Brahms y Wagner. En 1944 abandona definitivamente su carrera de abogado y toma la decisión de dedicar su vida al arte. Más que otras tendencias, influye en el primer Tàpies el surrealismo poético de su compatriota y amigo Joan Miró, como también los cuadros de Max Ernst y Paul Klee, quienes dejan una impronta que persistiría en su obra.

Tàpies es esencialmente un pintor autodidacto que busca su estilo personal a través de una secuencia de experimentos de prueba y error, acercándose y descartando diversas tendencias y técnicas del arte de vanguardia.

Aunque ya en 1945 había experimentado con materiales densos y desde el '46 utilizaba el grattage, el collage y la inserción de objetos cotidianos en sus trabajos, es hacia 1954 que encuentra lo que a partir de ahí sería lo suyo: la pintura matérica, la mezcla de óleo con diversos minerales como arena, cal, yeso, etcétera, la predilección por las tierras, el negro y el rojo. Su lenguaje pictórico utiliza además técnicas como el telar y materiales diversos, muchas veces de desecho, como textiles o maderas, sea como fondo, insertos o superpuestos a la pintura.

Todo esto le da a su obra una cualidad plástica expresiva que la acerca a lo escultórico. Si bien la tradición española, que ama los empastes pesados y la paleta dramática, está muy presente, estos elementos adquieren en Tàpies matices muy alejados de las rutinas de la pintura de su país.

Es que su universo material lo integra con otro universo, una semiótica radicalmente personal, de símbolos, vestigios y números, que serán recurrentes en toda su obra: la huella de sus manos, de sus pies (¡Ta-pies!), ojos y corazones, las iniciales de su nombre, la A y sobre todo la T en forma de cruz. El trazo gestual de su pintura es primario, desmañado, extremadamente expresivo, sin querer ser en ningún momento expresionista: no hay retórica ni ánimos de convencer a nadie de nada. Conmueve, sin embargo, mediante una poética casi primitivista, casi ingenua en la que lo telúrico de la materia es marcado por los rastros del artista que se apropia de ella.

Los materiales y los colores remiten al suelo, los objetos, a la cultura humana en su expresión más primaria y pobre, la simbología, a un lenguaje que bien podríamos llamar prístino. No por nada algunos críticos lo han asociado con el Arte Povera. Pero la "pobreza" del arte de Tàpies está muy alejada de la corriente italiana y mucho más cercana al espíritu franciscano. Y no es ésta una referencia gratuita: durante toda su vida el artista ha mantenido relaciones con los frailes de esta orden y, entre otras cosas, ha realizado una importante obra en el convento capuchino de Sion, en Suiza.

La pobreza de Tàpies es la misma que exalta el santo de Asís, situada, eso sí, en un contexto humanista y desprovista de sus connotaciones teológicas. Los tremendos acontecimientos históricos que marcaron su formación espiritual le enseñaron que después de Auschwitz e Hiroshima la exuberancia estética de la era burguesa había perdido toda justificación. Después de la hecatombe, el mundo era sombrío y deprimente, y no tenía derecho a ser de otra manera.

El ser humano había quedado reducido a su condición precaria mínima y si le cabía redención, era renegando de los errores cometidos. El arte a su vez debía ser sobrio, desprovisto de todo artificio y de toda retórica. La pobreza, en este contexto, se convierte en un valor tanto ético como estético que tampoco excluye ese guiño de humor tan profundamente franciscano que está presente en buena parte de la producción de Tàpies.

Desde luego sabemos que el mundo de la postguerra eligió decididamente el camino contrario, el de la reconstrucción de la riqueza y la marginalización enfática de la pobreza. Pero la obra de Tàpies es el testimonio de una oportunidad alternativa que afirma el valor de lo pobre enalteciendo y espiritualizando el desecho, o en otras palabras, convirtiendo lo que otros llamarían basura en belleza. Está de más subrayar que no se debe confundir esta posición con la estetización de diseño, tan en boga en los tiempos que corren, que lo abarca todo y bien puede incluir tanto lo marginal como los desechos. Tàpies no estetiza lo pobre para convertirlo en otra mercancía transable, sino más bien lo espiritualiza, le abre su sitio dentro de una concepción de lo humano. En este sentido la obra de este catalán significa un fanal a destiempo, una tozuda e incómoda reflexión a contracorriente de la época que le ha tocado vivir.

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