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La silenciosa muerte de Guerrero
Muchas veces hizo su biografía en cámara, o en la radio, y es bien sabido que su carrera, iniciada en su Perú natal, continuó luego en Chile, el Uruguay y nuestro país, donde terminó por radicarse. En la radio, donde también creó el «Splendid show» en la época donde aún persistía el engolamiento de los locutores, revolucionó la manera de comunicarse con la audiencia, y su voz grave y modulada hizo el resto. De igual forma, hizo de la tradicional presentación de discos un género en sí mismo: en verdad, Guerrero Marthineitz no presentaba la música, casi siempre elegida por él, sino que la glosaba, la interpretaba.
«A solas», que se extendió a lo largo de varias temporadas en las trasnoches del «Canal 9» de Alejandro Romay durante los años 80 (desterrado a principios de los 90 al cable) fue la prolongación, con imagen, de sus célebres entrevistas radiales, por las que pasaban desde un lustrabotas hasta Jorge Luis Borges. Muchos, entre ellos el español Jesús Quintero en «El perro verde», copiaron más tarde este formato. A lo largo del ciclo, sólo en una ocasión tuvo sentado, ante él, un invitado que le había sido impuesto, un abogado vinculado al movimiento logosófico. Pocas veces alguien debe haber pasado tan mal momento en la televisión.
En tal ocasión, Guerrero abrió el programa sin decir palabra, sentado ante él y mirándolo inexpresivo; el invitado, después de terribles segundos de perplejidad (de esos que al aire parecen duras horas), se decidió a abrir el diálogo agradeciéndole la invitación. Sólo entonces reaccionó Guerrero: «No, señor. Yo no lo invité. El señor Romay me exigió que lo hiciera. Pues bien, diga lo que tenga que decir».
Su conducta con los entrevistados a quienes quería, o admiraba, naturalmente era muy distinta, aunque jamás se dejó llevar por la emotividad (justamente él, que en su vida privada era muy emotivo). También Guerrero Marthineitz inauguró la modalidad de abrir el teléfono al público en televisión, con los riesgos que eso supone. Y no sólo la línea del programa: durante mucho tiempo uno de los números de su departamento en el Bajo estaba abierto, y hasta daba el número al aire.
Cuando su estrella empezó a declinar, a medida que en la televisión se enseñoreaban los escándalos y la falta de códigos no sólo estéticos, intentó la literatura en la novela «Pasto de sueños» (1996), que pese a ciertos valores no alcanzó jamás eco popular.
Casi en la indigencia, hace dos años confesó que había empezado a golpear las puertas de las casas para ofrecer charlar con la gente a cambio de una retribución «a la gorra». «Se me ocurrió ir a domicilios particulares a leer y conversar con familias o individuos, a cambio de los que ellos crean pertinente. Es como un programa de radio personal, en el que hablamos de lo que surja o lo que me pidan. Al final, me dan lo que pueden... 50, 100 o 200 pesos». En julio pasado lo internaron en un neuropsiquiátrico de Belgrano, con bajo peso y un delicado estado de salud.
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