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“Librada”, de Aráoz: experiencia para todos los sentidos
La exhibición ocupa las paredes y el piso de la galería, envuelve al espectador en la configuración artística, lo somete a la experiencia perturbadora de caminar sobre una superficie resbaladiza mientras las formas sinuosas de las paredes le deparan una sensación de movimiento. La muestra se titula "Librada", así se llamaba la madre de Aráoz.
Al subir las escaleras se divisa una cadena de neón colgada en una pared. La fragilidad de los finos eslabones blancos de una luminosidad azulada se percibe como una cualidad opuesta a la solidez de una cadena tradicional: la cadena de Aráoz se quiebra con facilidad. Ingresar a la muestra no sólo implica entrar el interior de la obra, dejarse envolver por el clima creado por los materiales, los colores y las hipnóticas formas, sino que además significa traspasar una barrera, comenzar a mirar las cosas con los ojos del artista, penetrar en su mundo alucinado.
En la sala, el atractivo visual de la ambientación es poderoso. El piso está cubierto con una espesa capa de cúrcuma en polvo, una especie de color naranja levemente perfumada y de sabor dulzón, con propiedades terapéuticas. Las paredes están empapeladas con fotocopias y replican los ondulados diseños de moda de Versace inspirados en las ilusiones ópticas del arte cinético.
La visión de las formas sinuosas en blanco y negro y el efecto moiré, seduce y tiende a marear al que mira. En el medio de la sala hay un samurai. Su imponente figura está cubierta con una cota de malla realizada con la técnica del origami (papel plegado sin usar tijeras ni pegamento), el cinturón está tejido con ramas, el atuendo se completa con unos simples dibujos hechos con birome azul y hasta el sable es un papelito.
El neón reaparece a los pies del samurai, sobre el piso, en una cadena de triángulos de colores que potencia con su luz la radiante cúrcuma. El poder luminoso del samurai recuerda las historias del cómic y del cine y también, vagamente, trae a la memoria un texto de Fogwill.
El escritor imagina "la mano de obra intelectual capacitada para obrar por instinto. Dotada de un sistema de prejuicios eficaz. [...] gente dispuesta a moverse colectivamente sola. Como verdaderos samurais, pero sin tanta aparatosidad y griteríos".
La muestra está hecha de contrastes: Aráoz apela a grandes recursos, pero resuelve la mayor parte de las obras con elementos simples, como los collages de revistas recortadas a mano. De este modo, el artista delata la presencia de la violencia: pega en una pared imágenes de pistolas, balas y fusiles que apuntan hacia el espectador. El arsenal tiene la forma de una cruz y es una clara alusión a la muerte. Desde el interior del piso asoman unas manos con gestos crispados, el cuerpo supuestamente estaría enterrado o mutilado. Las puntas de los dedos de cerámica llaman la atención: están bañados en oro puro. En el antebrazo hay un gato dibujado, es un calco del tatuaje del artista.
En las obras que hace ya más de una década presentó Aráoz cuando hacía taxidermia, ya había un gato, un gato horrible, sin la belleza de los gatos blancos que hoy rodean al samurai. El rastro del surrealismo estaba presente en los comienzos de la carrera del artista y se acentuaría con el tiempo. Hace unos años leía a Lautréamont, ahora lee a Bataille; en una de sus últimas muestras reconocía la influencia del cine de Hitchcock, ahora admite el influjo del cine de Cronenberg, las canciones de Blondie y la música Techno. Su referente artístico es Bruce Nauman, y en la galería porteña se percibe el mismo gusto por el uso del neón y las referencias al propio cuerpo, sobre todo en la representación de las manos.
Extraña y perturbadora, la muestra de Aráoz lleva consigo una multiplicidad de connotaciones complejas: atrae con su bellezaespectacular y envolvente, pero esa misma belleza anuncia lo terrible, "lo que apenas somos capaces de soportar", como observaba Rilke.
En el campo de nuestra memoria y frente a la muestra de Aráoz aparece una instalación también envolvente de Marina De Caro. Hace más de una década, en el debut de Alberto Sendrós como galerista, la sensible De Caro presentó "Las lloronas". Unas figuras femeninas estilizadísimas ocupaba las paredes y de sus inmensos ojos surgían las lágrimas, representadas por largas cintas que al llegar al piso lo tapizaban con su llanto y así formaban un lago color celeste.
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