11 de agosto 2010 - 00:00

“Sólo el humor y el olvido protegen a un sobreviviente”

Lukás Pribyl: «Si no vi lágrimas fue porque nunca contaron lo que les pasó. Recién frente a la cámara, y en algunos casos me llevó años lograrlo, lo contaron por primera vez».
Lukás Pribyl: «Si no vi lágrimas fue porque nunca contaron lo que les pasó. Recién frente a la cámara, y en algunos casos me llevó años lograrlo, lo contaron por primera vez».
«Crecí rodeado de gente que sobrevivió al Holocausto, y no era como la que aparece en los documentales. Por eso quise dar la imagen que todavía no vimos», dice el historiador Lukás Pribyl, que esta semana presenta su serie de cuatro films «Transportes olvidados», que se exhibirán en la Casa Polaca (Borges 2076) Hoy «A Bielorrusia», mañana «A Estonia», y el viernes «A Polonia». Los films son presentadas por su autor, dentro de un ciclo que se inició el lunes con «A Letonia» en el Centro Cultural Rojas, organizado por el Centro Checo.. Dialogamos con él:

Periodista: Sus registros son una sorprendente mezcla de espanto, romance, acción y picardía. Nunca vimos eso en ningún otro film del mismo tema. ¿Cómo lo logró?

Lukás Pribyl: En los sobrevivientes que conocí desde niño nunca vi lágrimas, sino humor y optimismo. De los 40.000 judíos checos, eslovacos y moravos que fueron llevados a los campos, sobrevivieron 270. Hace ya más de diez años encontré sus direcciones, y todos estaban con vida, diseminados por el mundo. Logré hablar con cada uno de ellos, y era toda gente de buen humor.

P.: ¿Con todo lo que les pasó?

L.P.: Siguieron adelante. Quienes se quedaron llorando por los rincones se murieron. Pero además, si no vi lágrimas es porque nunca contaron lo que les pasó. Recién frente a la cámara (y en algunos casos me llevó años lograrlo) lo contaron por primera vez. Y a quien lo cuenta por primera vez, le cuesta tanto romper la barrera que casi nunca alcanza a llorar. En cambio, quien lo contó varias veces ya tiene el relato armado, y le da pena su propia historia. Además el testigo es como un espejo. Si ve que usted se pone triste, adopta una postura trágica. Por eso lo mejor es poner una cara neutral. E insisto, llorar es de gente que repite mucho la historia. Además, el olvido fue una ventaja.

P.: ¿Cómo es eso?

L.T.: Los míos estuvieron en campos pequeños, en ghettos de pueblo. Como no tuvieron con quién recordar sus experiencias, se les olvidó mucho, pero lo que recordaban era genuino. En cambio los de Auschwitz, por ejemplo, sin querer integraron a su memoria los conocimientos de posguerra. Les pregunté a los que llegaron en 1942 cómo bajaron del tren y dijeron «por una rampa». No había rampa. La que muestran los documentales se hizo en 1944, y ellos la incorporaron a su recuerdo. Otros dicen «cuando llegamos estaba Mengele seleccionando la gente». Pero había una decena de nazis seleccionando gente, y ninguno se les acercó para darles la mano y decirles «Soy Mengele, póngase en esa fila». Ni siquiera sabían su nombre, ese es un conocimiento de posguerra, lo toman de símbolo, pero no sé si lo vieron ese día.

P.: ¿Qué otras inexactitudes encuentra usted en los films de guerra?

L.T.: Me molesta mucho ver films con judíos de ropa ortodoxa en Praga. Entonces había un solo ortodoxo en toda Praga. Buena parte estaba tan integrada que muchos ni siquiera sabían rezar, habían dejado las tradiciones y algunos ni siquiera circuncidaban a sus hijos.

P.: ¿Como el que aparece en el capítulo «A Polonia», que estuvo tres veces en la misma cárcel con identidades diferentes y siempre se salvaba por no estar circuncidado? Da para una película de ficción.

L.P.: Me interesó mucho contar ese tipo de historias, cómo la gente puede sobrevivir en situaciones extremas. Un condenado a la horca se salvó porque estaba tan piojoso que ningún alemán quería acercarse, otro se convirtió en héroe solo por rescatar sus botas a los tiros, otro abandonó a su amigo; unas chicas adolescentes medio estúpidas se salvaron formando una especie de burbuja. También estaban los que hacían túneles no hacia la salida sino hasta el pabellón de las mujeres, y bailaban con discos de Zarah Leander, una cantante amada por los nazis pero también por los judíos checos y alemanes, ya que los envolvía la misma cultura de moda. La vida encuentra su sitio en los lugares más imposibles.

P.: ¿Y usted cómo encontró las imágenes que acompañan sus relatos?

L.P.: Me llevó años encontrar algunas, como la foto de Inge, que amansó con su belleza al comandante de un campo. Del relato de las chicas que ayudaban a los buzos a limpiar el puerto de Lublin, busqué los nombres de todos los buzos alemanes que estuvieron allí, y visité a sus familias hasta encontrar las fotos donde estaban con ellas. Otras las saqué como a escondidas de la KGB, y muchas las conseguí en Polonia a cambio de vodka que llevaba en mi auto. Bebíamos, y cuando el dueño de casa estaba borracho sacaba el álbum de fotos de la esposa y me regalaba una foto de ella con algún novio antiguo, generalmente ucraniano, y unos cuantos judíos alrededor. Porque quienes sabían sacar fotos eran los presos judíos. Y aprovechaban para sacarse fotos grupales. Salen sonriendo , la gente siempre sonríe cuando le toman una foto.

P.: Ahora se emociona y sonríe el público.

L.P.: Pasan cosas raras. En una escuela secundaria una chica me dijo que mis películas eran como «La guerra de los mundos»: gente metida en un Apocalipsis sin saber por qué, y debe luchar por sí misma y por su familia, hasta que un día el mal desaparece, queda el paisaje desierto, y hay que empezar de nuevo. El mal siempre es muy difícil de definir, venga del espacio o de la misma tierra que uno. En otra escuela, las estudiantes se pusieron a discutir sobre el cambio de costumbres, cuando supieron que entonces fusilaban a las chicas que quedaban embarazadas.

P.: ¿Cómo logró hacer esas cuatro películas?

L.P.: No soy del cine, soy historiador. Fui a los centros de financiación, y expliqué que nunca había tomado una cámara pero quería hacer una serie de cuatro películas. ¿Sobre qué tema? El Holocausto. Y se burlaban. Pero conseguí la plata, logré hacerlas, y la última, «A Estonia», con la historia de las jovencitas que transitaron varias prisiones siempre en su burbuja, y terminaron en Suecia, recibió todos los premios posibles que hay en la República Checa. La gente tardó para ir a verla, pero fue un éxito de boca a boca.

Entrevista de Paraná Sendrós

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