24 de abril 2020 - 00:00

Fray Mocho, intérprete de la ciudad de fin del siglo 19

Fray Mocho

Fray Mocho

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“El verdadero escritor nos enseña la magia de las cosas cotidianas”

Aludiré hoy a un singular y conocido escritor argentino. Se llamaba José S. Álvarez y le decían “El Mocho”.

Era del tiempo en que los José y los apellidos como el suyo, estaban muy repetidos. Entonces, la gente recurría a los apodos para identificarse.

Álvarez, que firmó casi toda su labor con el seudónimo de “Fray Mocho”, había nacido en Gualeguaychú –Entre Ríos- en 1858.

Trajo a Buenos Aires la simpática manera de criticar bromeando, las costumbres de entonces.

Por eso, aunque era fuerte en sus críticas, no tuvo un solo enemigo.

Fue, diría, el intérprete de la ciudad de fin del siglo 19, que Rubén Darío llamaba Cosmópolis y que no pasaba de ser una gran aldea.

Vivió una existencia agitada en las redacciones de los diarios, sometidos al hervidero de las pasiones e intrigas políticas.

Fue cronista policial del diario “La Nación”, cuando las notas rojas se escribían con estilo literario; también fue Comisario de Investigaciones e incluso cofundador de varias revistas humorísticas, la famosa “Caras y Caretas”, entre otras.

En éstas, pintó para siempre a la ciudad de sentimientos primitivos y sencillos, que estaba dejando de ser aldea.

En sus libros, “Salero Criollo”, “Cuadros de la Ciudad” y “Memorias de un vigilante” sobre todo, están en germen los personajes y los escenarios que más tarde serán la piedra angular del sainete y del tango. Aludía inclusive la mujer bondadosa y regañona; el malevo de chambergo requintado, pantalón a la francesa y taquito militar al verdulero itálico; al marchante turco; a solterona chismosa; al vigilante enamoradizo con las clásicas polainas y pesado machete; los boliches con paredes rosadas y nombres de milonga; a los patios con sus toldos de parrales.

En una palabra a la ciudad toda, con los tranvías que atemorizaban a los porteños, pero vital y pintoresca.

La misma que iba a hacernos reír a los hombres del siglo XX en los sainetes de Vacarezza y llorar para adentro en los tangos de Contursi y Delfino.

Fray Mocho dijo sus verdades, amargas por dentro y dulces por fuera, hasta los 45 años.

Y a esa edad en agosto de 1903, dejó de existir el periodista y escritor sagaz que fue y que tuvo la habilidad y el coraje de buscar en la esencia argentina la sustancia de su obra, cuando los otros se ponían en puntas de pié para mirar a Europa.

Y fue un gran escritor, no sólo por escribir bien, sino por sentir... bien.

En tiempos de la Presidencia de Juarez Celman, Fray Mocho fue Comisario de Investigaciones, un cargo para el que lo designaron -a dedo- digámoslo, por una recomendación de un político.

En uno de sus libros relata con noble autenticidad esta graciosa anécdota sucedida en la Provincia de Buenos Aires:

“El juego de taba por dinero estaba prohibido en la Provincia de Buenos Aires.

En un procedimiento, el Comisario Álvarez (Fray Mocho), con varios agentes, descubrieron un lugar donde se jugaba, y se apostaban fuertes sumas.

Arrestaron a 8 personas, una de las cuales, de nombre Ceferino era muy amigo de Fray Mocho.

-Lamento mucho Ceferino. Le dijo este. Sabes que te aprecio, pero como Comisario tengo que ponerte dos días en el calabozo. ¡Es la ley! Tenés que aceptarlo.

-Está bien, si vos lo decidís así...

-Perdoname. Pero no tengo alternativa. No te amargues. Dos días pasarán pronto.

Un mes después, fue Ceferino, el ex preso del relato, quien encontró a su amigo el Comisario, jugando también a la taba y por dinero.

Cuando Fray Mocho lo vio, le dijo con cierta vergüenza:

-Es justicia Ceferino, olvidate que soy Comisario y llevame vos a mi, a la comisaría y que el Subcomisario pese a ser mi subordinado, proceda a sancionarme. Es lo que corresponde.

Y allí fueron los dos amigos, uno de ellos, Ceferino, con cierto ánimo de venganza y con una sonrisa de oculta satisfacción en sus labios.

El Subcomisario, al oír el relato del delito cometido por su superior, le dijo a éste:

-¿Y debo ponerlo preso a Ud., mi Comisario? Yo soy Subcomisario, su subalterno.

-Si, pero procede como corresponde y encerrame 2 horas en el calabozo.

-¿Cómo 2 horas? Dijo Ceferino. Si a mí me tuviste dos días.

-¡Es que vos, Ceferino, no sos comisario...!

Esta anécdota, quizá superficial, muestra en el sólo hecho de escribirla, no sólo la picardía de Fray Mocho, sino su innegable sinceridad, propia de una noble condición humana.

Porque era un admirador de la verdad.

Fue como los verdaderos escritores, una especie de maestro que enseñaba sin tomar examen.

Y sobre todo escribió con sencillez y profundidad, como una especie de niño que nos explicase la magia de las cosas cotidianas.

Y esa claridad, que es como un sello que engalana toda la obra de Fray Mocho, trajo a mi mente este aforismo

“Con palabras simples se expresaron pensamientos profundos”.

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