28 de abril 2025 - 15:25

Mandriles, gorilas y la animalización del discurso democrático

La violencia verbal gana terreno en la política argentina: insultos y metáforas animales degradan el debate público y erosionan la convivencia democrática.

Mandril.

Mandril.

National Geographic

En los pliegues más sombríos de la política argentina, el lenguaje ha dejado de ser un vehículo de ideas para convertirse en un arma de demolición emocional. La violencia lingüística ya no es un accidente retórico; es, cada vez más, una estrategia premeditada para enardecer las masas, legitimar la hostilidad y corroer, en silencio, los cimientos de la convivencia democrática.

No es casual que resurjan con fuerza imágenes animales como instrumentos de agresión simbólica. En abril de 2025, el presidente Javier Milei intensificó su retórica despectiva hacia sus opositores, refiriéndose a ellos como "mandriles inmundos" en redes sociales tras la flexibilización del cepo cambiario y su inclusión entre las 100 personas más influyentes del mundo según la revista Time. Además, compartió un video titulado "Mandrilandia is over", donde mediante inteligencia artificial recrea una sociedad de primates identificados con el peronismo y la izquierda, celebrando el cepo cambiario hasta ser "liberados" por el propio Milei.

La frase, además de su crudeza, exhibe un patrón: reducir al otro a un ser primitivo, carente de racionalidad y dignidad. Algo que no merece ser rebatido, sino apenas aplastado. No es un exabrupto aislado: es la continuidad de una larga tradición política argentina que, en su afán de diferenciar amigos de enemigos, no dudó en animalizar al adversario.

La palabra "gorila", cargada de décadas de historia, funciona en la cultura política nacional como un estigma, un atajo para clausurar cualquier diálogo. Nacida en un sketch humorístico de 1955 del programa radial "La Revista Dislocada", la expresión "¡deben ser los gorilas!" mutó rápidamente en un símbolo: ser "gorila" es, para muchos sectores, ser intrínsecamente antiperonista, antipopular, insensible. Lo curioso es que el término fue adoptado tanto por opositores como por peronistas para identificar a sus adversarios. Así, la metáfora animal cristalizó no una diferencia política legítima, sino una frontera moral intransitable.

La deshumanización del adversario, como ha explicado Martha C. Nussbaum en "El ocultamiento de lo humano" (2006), constituye un paso previo imprescindible para justificar la violencia. Nussbaum sostiene que ver a otros seres humanos como "contaminantes" o "repugnantes" facilita su exclusión y maltrato. No se trata solo de insultar: se trata de corroer la empatía, de romper los puentes que impiden el ejercicio de la crueldad.

Judith Butler, en "Excitable Speech" (1997), advierte que el discurso injurioso busca conferir al destinatario una posición subordinada, negándole su estatus de interlocutor legítimo. La violencia verbal no solo hiere: también instituye jerarquías de poder que anulan la posibilidad misma del debate civilizado.

La Argentina actual parece recorrer ese sendero con una peligrosa familiaridad. Palabras como "mandril", "gorila", "ratas" o "parásitos", usadas indiscriminadamente por diversos actores políticos, muestran que el lenguaje público se ha degradado hasta convertirse en una máquina de resentimiento. Cada insulto vehiculizado desde el poder o la oposición no solo lesiona a quien lo recibe; también hiere, de manera casi imperceptible pero persistente, el tejido institucional que sostiene la democracia.

Pierre Bourdieu, en "El lenguaje y el poder simbólico" (2001), sostuvo que el discurso no sólo describe la realidad, sino que la produce. El lenguaje, como instrumento de acción simbólica, moldea el mundo social. Si la realidad política es narrada permanentemente en clave de animalización y violencia, no es sorprendente que las prácticas sociales terminen reflejando esa brutalidad.

Animalizar al otro es un acto peligroso porque no queda en el plano simbólico: abre la puerta para naturalizar la exclusión, la humillación y la agresión. No es casual que en los episodios históricos de violencia masiva, como el genocidio tutsi en Ruanda, la propaganda previa haya recurrido sistemáticamente a la animalización de las víctimas. Antes de matar, hay que convertir al otro en algo menos que humano.

La política, que debería ser el arte de construir consensos a partir de diferencias, se vuelve en estos casos el arte de fabricar enemigos. Y cuando los políticos se van, cuando las campañas terminan, cuando los micrófonos se apagan, lo que queda es un pueblo desgarrado, enfrentado, resentido. Un pueblo que, habiendo internalizado la violencia como lenguaje legítimo, difícilmente pueda volver a reconocerse en el otro como un igual.

La historia enseña que los políticos pasan, pero las heridas que siembran en la conciencia colectiva pueden tardar generaciones en cicatrizar. Entre mandriles y gorilas, entre la risa sarcástica y el insulto feroz, lo que se pierde es mucho más que una elección: es la posibilidad misma de un futuro común.

Analista y Director de mentorpublico.com

Dejá tu comentario

Te puede interesar