18 de marzo 2013 - 00:00

¿Cambiando anclas en el barco de la inflación?

Juan Luis Bour- Economista jefe de FIEL
Juan Luis Bour- Economista jefe de FIEL
La política económica de la actual administración ha confiado más en el uso de "anclas" nominales que en los instrumentos monetarios para controlar la inflación. El resultado no ha sido muy exitoso, y sin duda los problemas se complican con el abandono de algunas de tales "anclas". La más efectiva en el pasado -la cambiaria- se ha desvanecido con la aceleración de la tasa de devaluación al 19% anual frente al 8.6% en la punta de 2011 y menos del 5% en la punta de 2010. Las tarifas de los servicios públicos perdieron su condición de ancla en 2012, dando lugar a un crecimiento del 25% de los precios "regulados" frente al 16% anual en 2010/11. Es poco probable que se insista con alguna de estas variables como instrumento antiinflacionario: profundizar el retraso cambiario generaría expectativas de explosión y atrasar más las tarifas aumentaría el deterioro fiscal llevando a una mayor emisión (e inflación) para financiar el déficit.

No quedan muchos precios líderes para servir de ancla nominal, excepto las tasas de interés y los salarios. Las tasas domésticas están reptando desde el 12% al 15%-16% anual mientras que las tasas externas para la Argentina no tienen techo. Con los salarios, las cosas pueden ser diferentes. Hasta hace un tiempo se impulsaba su crecimiento bien arriba de la inflación, pero ahora parece ser el turno de aplicar un freno. La política pública de ingresos se vuelve contractiva, sumándose al frío que llega con la recesión.

Aún es temprano para evaluar si el intento por limitar ajustes salariales será exitoso, pero en todo caso el frenazo de la economía en 2012 ya tuvo algún impacto. En el sector privado formal, los salarios nominales crecían al 29% anual a fines de 2010 y al 36% anual a fines de 2011 (IVS, INDEC). El ritmo descendió al 26% en el último trimestre de 2012 y al 24.5% en el primer bimestre de 2013. Todo indica que los aumentos de salarios formales privados tendrán un techo por debajo del 25% en la primera mitad de 2013: cuánto por debajo determinará si los salarios reales caen o permanecen estables.

Implementar una desaceleración de los ingresos salariales -como se viene anunciando desde 2010 sin mucho éxito- tiene sus dificultades. La primera es la propia inconsistencia con los otros objetivos de política: si se quiere estimular el consumo, no parece muy ingenioso propiciar ajustes nominales que lleven a una caída de los salarios reales -sobre todo si el empleo también cae y la tasa de desempleo apunta para arriba. Si además se quiere mantener la expansión fiscal sin recursos (y sin crédito) y se emite en forma creciente para financiar el déficit, la desaceleración de los salarios nominales chocará con la aceleración de la expansión monetaria, y algún día con la desaceleración de la demanda de dinero. Eso sería una pésima noticia para la inflación y la actividad. Finalmente, implementar la desaceleración salarial cuando al mismo tiempo se aceleran la devaluación y la expansión monetaria, es un desafío mayor.

Está claro que el objetivo es desacelerar al mismo tiempo el crecimiento salarial y la inflación, para que los salarios reales no caigan. La ingeniería del proceso requiere convencer a los sindicatos que la "verdadera" tasa de inflación va a bajar en forma sustancial, que lo va a hacer rápidamente (no en 6 o 9 meses) y que ello va a ser visible para todos (para evitar que los sindicatos sean considerados los verdugos que ejecutan la caída salarial). No es extraño por lo tanto que el cambio de ancla desde el tipo de cambio y las tarifas hacia los salarios se haya instrumentado simultáneamente con un congelamiento de precios, algo que no estuvo presente en anteriores intentos por "desindexar" las paritarias. El congelamiento de precios es el instrumento complementario, o si se quiere es partícipe necesario (en la lógica oficial) de la desindexación salarial.

Ahora bien, esto no resuelve la cuestión de la inflación: el problema sólo cambia de forma: ahora hay que frenar salarios y precios en forma directa y si es posible brutal (en lugar de hacerlo indirectamente con tipo de cambio, tarifas, tasas de interés u otros instrumentos monetarios). ¿Cómo lograr una baja inmediata de la inflación de 4 a 5 puntos porcentuales por año, de modo que los agentes económicos acepten incrementos nominales del 22%-23%? El ejercicio no es difícil si el resto de la política económica acompaña. Pero no ahora, cuando el resto de las políticas van en dirección contraria.

Por ello el congelamiento es generalizado sobre los precios de la canasta básica de consumo: otros bienes y servicios siguen creciendo y mantienen un piso alto de inflación. Pero además el congelamiento debe extenderse en el tiempo para dar la sensación de que se cortó la tendencia inflacionaria. Si la inflación baja unos puntos (como en 1973-74) el cepo salarial también se puede sostener unos meses. ¿Qué ocurre a los 6 o 9 meses de un congelamiento exitoso por la fuerza? Simplemente se requiere mayor represión sobre precios y salarios para mantener el statu quo.

¿Qué ocurrirá si el congelamiento no es exitoso? Probablemente no mucho: simplemente se admitirán ajustes adicionales de salarios (o los promoverá el Ejecutivo) para evitar la caída abrupta del salario real -aunque ello implique mayor inflación-; seguramente aumentará la represión en los mercados financieros. Un cóctel para el estancamiento y la depresión, del cual no parece esta vez la soja ese maldito yuyo- nos vaya a sacar.

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