Para mucho público, el título “Puán” resulta enigmático. Pero eso no ocurre para una parte de la población universitaria, porque en esa calle está desde hace años la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. A esa Facultad sus allegados, más aún sus arraigados, le dicen Puán, como quien dice Balcarce 50. Un lugar de identidad, y para algunos también un lugar de dominio.
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Choque de egos, con Platón y Kant de fondo
Ese es el sentido que predomina en la película de María Alche y Benjamín Naishtat. En sus aulas, que no parecen templos del saber como las de Viamonte pero igual se aprende, un equipo de docentes enseña filosofía política a partir del “Contrato Social” de Rousseau, se alude al llamado pensamiento latinoamericano, un alumno pone presente la obra de Mariátegui, y la verdad del presupuesto educativo acecha los bolsillos. La historia se centra en el primer ayudante de cátedra, un docente común que quizá nunca llegue a titular, como hay asistentes de dirección que nunca serán directores y subgerentes que se jubilarán como tales. Pero el titular se muere y alguien pone en tiempo record el llamado a concurso para sucederlo. Ese alguien, después se sabe, es un profesor de trayectoria europea, mucha labia, manejador, canchero, encima pintón, la antítesis del otro, que es un torpe infeliz. Cursaron juntos, ahora se enfrentan por el cargo. Sin embargo, podrían complementarse. Ahí, en ese camino, el conflicto adquiere un sesgo particular, que nos identifica e impulsa la historia hacia un desenlace atractivo, original y casi emotivo.
Inteligentes, los autores no han hecho una película para intelectuales. Enfrentan de modo llano, comprensible, a Heráclito con Parménides, a Hobbes con Spinoza, hacen sonreír con situaciones cotidianas, confrontan las clases a los habitantes de una villa con las clases particulares a una vieja señorona, despiertan simpatía por sus personajes, incluso por el arribista, y como Platón, proponen una especie de síntesis.
No todo les sale bien. Algunas situaciones chistosas no parecen ir con el estilo elegido, lo de la villa no resulta del todo claro para una parte del público, la propia evolución del ayudante daba para más. Pero son falencias pequeñas, comparadas con la propuesta general, la cantidad de lecturas que se abren, la caracterización de los personajes secundarios, cada uno con su mundo rico y complejo, el empleo del iris, ese viejo recurso del cine para centrarnos en alguien, y las actuaciones de todo el elenco, y de Leo Sbaraglia y Marcelo Subiotto en particular. Esta es la película de Subiotto, que brilla canturreando “Nieblas del Riachuelo” en el momento justo, con el énfasis justo para hacernos sentir como una sentencia nacional aquello de los “barcos que jamás han de partir”. Todo esto, incluso la hecatombe presupuestaria del sistema educativo público, no se ambienta en el presente, sino en algún momento del futuro en que el televisor de un bar anuncia el dólar a 1.730 pesos, en ascenso.
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