30 de diciembre 2009 - 00:00

La city de Londres: ¿ciudad antibancos o nuevo rumbo mundial?

José Siaba Serrate
José Siaba Serrate
¿Se convirtió la City de Londres -uno de los dos principales centros financieros del mundo- en un territorio decididamente hostil para los bancos (y los banqueros)? Es la queja que más se escucha desde que el Gobierno de Gordon Brown decidió un impuesto extraordinario sobre los generosos bonus discrecionales de fin de año a una tasa del 50%. Sólo quienes reciban menos de 25 mil libras (aproximadamente u$s 40 mil) estarán exceptuados del «superimpuesto». La furia de los banqueros no se calma. Pasaron tres semanas desde que la prensa deslizara la amenaza de Goldman Sachs de mudar a la mitad de su personal de Londres a España y ahora se suma la versión de que JP Morgan cancelaría el proyecto de instalar sus oficinas centrales europeas en una nueva torre en Canary Wharf. Decisión que, de un plumazo, derrumbaría una inversión de 1.500 millones de libras en el castigado sector inmobiliario, pero que pesaría aún más -mucho más- como señal de los tiempos por venir para la City de Londres. ¿Cuán verosímiles son estas amenazas? El llamado telefónico de Jamie Dimon, el mandamás del Morgan, al secretario del Tesoro, Alistair Darling, existió. La molestia por el perjuicio es evidente. Todo lo demás procede de fuentes que no se identifican ni dejan constancia oficial.

No obstante, llevar adelante el reto y abandonar Londres es harina de otro costal. El «superimpuesto» es un gravamen por única vez. Un costo hundido, dirían las autoridades. Un daño cierto a la confianza en el carácter predecible del sistema impositivo, alegarán los afectados (aunque las petroleras del mar del Norte podrían argumentar que no hay nada nuevo bajo el sol). Como sea, de la noche a la mañana, Gran Bretaña se tornó poco amigable. Y son varias las entidades de primerísima línea que examinan la alternativa de emigrar áreas neurálgicas de sus negocios, aunque todavía ninguna se haya pronunciado. La lista incluye no sólo a foráneos sino también a HSBC y Barclays (por razones que, desde ya, no se agotan en el impuestazo). Entiéndase bien: se trata de una industria que contribuye con una décima parte de la recaudación del Tesoro. De 300 mil financistas que operan en la City, se estima que 75 mil son extranjeros. Y un 80% de los servicios que brinda la City son provistos a no residentes. Ni los factores de producción ni los clientes son sujetos anclados a la tierra y, por ende, si se los abruma, no tardarán en levantar campamento.

En la última reunión del G-20, la propuesta extemporánea del primer ministro, Gordon Brown, de un impuesto a las transacciones financieras a la Tobin marcó la irrupción de una nueva realidad discursiva. Nadie esperaría de Londres una política de arrojar arena sobre los engranajes de las finanzas -eso sería propio de París que jamás en doscientos años logró concretar su aspiración de descollar en el oficio- de la misma manera que el Vaticano nunca gravaría la actividad religiosa. Es la fuerza de la crisis la que obliga los cambios. Y es el olfato de los políticos el que procura anticiparse.

Ninguna postura más severa que la del Banco de Inglaterra cuando estalló el temporal en agosto de 2007. Fue el único banco central que no se avino a concertar pases con el sistema financiero para concederle un respiro de liquidez. La asepsia original duró poco. La corrida sobre Northern Rock -un banco hipotecario de medio pelo- forzó un precipitado rescate, el primero, con cargo a los contribuyentes. De ahí en más, el Gobierno de Gordon Brown fue un adelantado en el combate de la crisis. La capitalización de la banca, incluyendo el desembarco del Estado como principal accionista; las garantías de los pasivos bancarios y la financiación a plazo de cartera inmovilizada fueron innovaciones británicas replicadas sin cortapisas. Por lo visto, Inglaterra también pretende hacer punta en el tratamiento de la poscrisis. No son sólo las iniciativas recaudatorias, también las políticas para encuadrar las finanzas. Ya se mencionó, en su momento, cómo dos de los cuatro bancos que dominan el negocio en las islas -RBS y Lloyds- serán desmembrados en aras de limitar su importancia.

¿Estamos ante la venganza de Sarbanes Oxley? Los escándalos de Enron y World-Com, se recuerda, motivaron mayores controles y requerimientos contables en EE.UU.

La ley Sarbanes Oxley promovió, más que ninguna iniciativa comercial reciente, el auge de Londres como centro financiero internacional. El arbitraje regulatorio le transfirió un caudal nada desdeñable de negocios sustraídos a Wall Street. En el listado de nuevas compañías, Londres se convirtió en el polo más dinámico. ¿Cómo entender, entonces, este súbito viraje de actitudes? ¿Por qué Inglaterra querría expulsar a los mismos jugadores que antes atrajo con gran ahínco?

Para la población que perdió su trabajo, la crisis no terminó. Todavía la amenaza del despido le quita el sueño a muchos que conservan el suyo. Las políticas oficiales, a fuerza de comprometer billones, estabilizaron la banca y las grandes finanzas -y también el crecimiento de las cuentas nacionales- pero, a nivel personal, no hubo rescate, las monedas se cuentan de a una y la zozobra persiste. Ya se sabe: el descontento corroe hasta los artículos de fe que se juzgaban intocables. Y 2010 es año plagado de elecciones. Como se celebran antes en Gran Bretaña que en EE.UU. no es extraño que allí la política se anticipe. En el afán de pelear una elección, ¿están matando los políticos ingleses a la gallina de los huevos de oro? La intención es otra. Aprietan porque descuentan que el resto del mundo también apretará. Puede fallar y si es así Wall Street será el beneficiario natural, revirtiendo -con creces- el efecto Sarbanes Oxley. Pero basta husmear en los proyectos de reforma que deambulan en el Congreso para pensarlo dos veces. No estará de más esperar a que todas las cartas estén sobre la mesa. Nada peor que correr de Guatemala para refugiarse en guatepeor.

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