22 de marzo 2001 - 00:00

Pasiones voraces en un film de calidad

El vampiro y la heroína.
El vampiro y la heroína.
"La sombra del vampiro" es la prueba más reciente de la fascinación que continúa provocando, en la cultura moderna, el cine expresionista alemán de los años '20. No sólo el afamado «Nosferatu» de Werner Herzog recreó, casi plano por plano, el clásico film de Murnau de 1922, sino que directores de las más distintas procedencias y estilos se sintieron alguna vez tentados por aquel movimiento al que Lotte Eisner llamó la «pantalla demoníaca», desde Woody Allen («Sombras y niebla») al francés Christian de Chalonge («El extraño caso del doctor Petiot», con Michel Serrault).

La película de E. Elias Merhige es mucho más que un tributo a «Nosferatu». Relata la enfermiza pasión que arrastra al director Wilhelm Friedrich Murnau ( John Malkovich) hacia el extravagante actor Max Schreck ( Willem Dafoe), que es un vampiro real en la ficción de este film. Esa atracción está planteada como un vínculo de sometimientos recíprocos en el que resuena, aun más que «Nosferatu», otro clásico del mismo período: la insanidad que unió a Caligari y su protegido César.

Tácitamente homoerótica desde Murnau, pri-maria e interesada desde el vampiro (que sólo busca la paga de la sangre, con la promesa del cuello de la primera actriz), la relación entre ambos se desenvuelve en el marco de la accidentada filmación de «Nosferatu» en la Alemania de Weimar, un proyecto que Murnau estuvo varias veces a punto de abortar debido a las múltiples acechanzas que lo rodearon.

«La sombra del vampiro»
le escapa a cualquier tentación «simbólica», en especial a la más reiterada cada vez que alguna obra vuelve sobre este período histórico: la de representar en la figura del mal el futuro advenimiento del Tercer Reich. Por el contrario, el guión no abandona su clima de tensión dramática propia, que tiene como única meta el relato de esta pasión in crescendo, sublimada, en Murnau, en la obtención de la obra de arte perfecta, y limitada en el vampiro al puro deseo primario, imposible de colmar, y que no puede terminar si no con la muerte.

La película revela una muy afinada investigación histórica, no sólo en ambiente, vestuario y actuaciones, sino también en nimiedades que fueron aprovechadas argumentalmente: por ejemplo, el primer director de fotografía de «Nosferatu» se convierte, después de unas pocas jornadas de trabajo, en la primera víctima del vampiro, y Murnau debe abandonar el set para ir a convocar de urgencia en Berlín a un reemplazante, el famoso Fritz Arno Wagner, el único que recuerdan los libros de historia del cine. Pero esto, que parece un mero recurso argumental, tiene su apoyo en la realidad: «Nosferatu», antes de que Wagner se hiciera cargo de la fotografía, tuvo un antecesor que duró sólo unos días antes de desertar sin dar explicaciones, dato que sólo figura al pie de página de la biografía de Murnau de la citada Eisner.

Dafoe
compone un vampiro impecable, siniestro y voraz, carente de la habitual melancolía que suele impregnar a los chupasangres más venerables. Malkovich, un Murnau frenético (con las antiparras que solía usar en rodaje) está a veces cerca de la sobreactuación, pero siempre es eficaz y convincente. Udo Kier (el actor fetiche del cine de terror barato de Andy Warhol) es el atribulado productor Albin Grau, y Catherine McCormack divierte con su doble faceta de neurótica actriz «a la mode» y heroína romántica.

La película no se propone ni el ritmo alucinante del «Drácula» de Coppola (por el contrario, es pausada) ni los efectismos de «Entrevista con el vampiro». Está dirigida al espectador que ama el viejo gran cine, pero no les cierra las puertas a los que quieran asomarse a él.


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