Contra la ilusión de Marx y Engels, no es un fantasma el que recorre el mundo sino un adjetivo: icónico. Desde hace, ¿cuántos años? se ha vuelto prácticamente imposible leer un artículo, una reseña, una guía turística, una receta de cocina y hasta un obituario sin que aparezca el mencionado adjetivo con su redundante insignificancia. Cuando se abusa de un signo -semiótica básica-, éste deja de significar. Y como hoy todo, absolutamente todo, es “icónico”, nada lo es.
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Una epidemia verbal: el mundo es “icónico”
El hoy inevitable adjetivo, que califica desde los bigotes de Freddie Mercury hasta una receta de cocina piamontesa, está importado del inglés “iconic”, que desde hace dos décadas satura a la prensa.
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En las últimas semanas, la prensa ha calificado de “icónico/icónica”, como en la Enciclopedia China de Borges, a) el bigote de Freddie Mercury, b) la pizzería Horacito de Neuquén, c) el Lago San Miguel, d) el árbol de Navidad del Rockefeller Center, e) cualquier otro árbol de Navidad, f) una chaqueta de la Reina Letizia, g) la canción “Believe” de Cher, h) el Puente Morales de la Quebrada de las Conchas, Valles Calchaquíes, i) la palabra “machirulo”, j) la banda de cumbia “Ráfaga”, k) la choza congoleña de Parque Sarmiento, l) el yaguareté, m) el sombrero de Napoleón, n) Napoleón, ñ) Josefina, o) el pollo a la naranja, p) Mariano Cúneo Libarona, q) el intercambio de camisetas entre Messi y Zidane, r) la entrepierna de Sharon Stone en “Bajos instintos”, s) la calesita del Parque San Martín, t) el helado Ricardito, u) una foto de Albert Einstein, v) la banda Bad Religion, x) la muerte de Lady Di, y) etcétera, z) la participación de Jean Paul Gaultier en la Marcha del Orgullo.
Se podría seguir ad nauseam con la enumeración (y agregar, de paso, “emblemático/emblemática”, número dos en el ranking), pero carecería de sentido. Y ya que se mencionó antes la semiótica, forzoso es recordar que el primero que habló de icónico e iconicidad -no en ese sentido, claro- fue el filósofo y científico estadounidense Charles Sanders Peirce (1839-1914): icónico es aquel signo que tiene una relación de semejanza con su significado; por ejemplo, en un semáforo, los pequeños hombrecitos que le indican al peatón que se detenga o avance; en cambio, las luces roja, amarilla y verde son arbitrarias, por tanto son señales. Es decir, ni los cumbieros de Ráfaga ni Napoleón.
También son íconos aquellas representaciones pictóricas religiosas de las iglesias cristianas orientales; Andrei Rublev fue el más importante pintor de íconos, cuya fama contemporánea se debe a la película que le dedicó Andrei Tarkovski en 1966 (película que hoy la prensa no trepidaría en calificar de “icónica”).
¿Pero cuándo brotó esta epidemia verbal? ¿Cómo fue que, casi sin que nos diéramos cuenta, se empezó a utilizar esta palabra con pasmosa frecuencia, una palabra que, si la hubiese empleado un redactor en la década del 90, sin ir más lejos, su jefe de redacción se la habría tachado sin más al grito de: “¡Escribí para que te entienda la gente!”.
Es previsible: como tantas otras veces, “icónico” es una palabra importada del periodismo en lengua inglesa. Desde hace dos décadas, por lo menos, allí todo es “iconic”. En tal sentido, el primer registro que se tiene es un artículo publicado el 27 de enero de 2007 en “The Independent” de Londres, donde el periodista Guy Keleny se quejaba del multiuso del adjetivo de esta forma: “¿Oyeron hablar de ‘icónico’? Yo sí, demasiado. Es la palabreja de moda, la que ha reemplazado a ‘famoso’. Lo que antes era famoso ahora es icónico. Su abuso es redundante, o falso. Si alguien es famoso, o si una imagen es icónica (en el sentido religioso original, de veneración por una representación religiosa), no hay que explicárselo al lector. El lector ya lo sabe”. Diecisiete años tiene este artículo, lo que indica que se venía usando desde bastante tiempo antes.
Sin embargo, no es la primera vez en la historia en que una palabra cambia de significación por el mero hecho de que no se entienda lo que significa. Ocurrió, en España, y luego en el resto del mundo hispanoparlante, con la palabra “trascendental”. He aquí cómo lo explicó Manuel García Morente en su libro “Lecciones preliminares de filosofía”: “Los primeros que usaron en España la palabra ‘trascendental’ ante el gran público fueron los grandes oradores republicanos de los años 1870-75-80, en la primera República. Por ejemplo, don Nicolás Salmerón, profesor de Metafísica en la Universidad de Madrid; don Emilio Castelar, profesor de Historia en la misma universidad; Pi y Margall, gran filósofo también español. Estos hombres usaron mucho esa palabra; la usaban casi siempre en su recto sentido, porque conocían la filosofía kantiana y sobre todo las filosofías alemanas derivadas de Kant, donde esta palabra está empleada en su sentido recto. Pero el pueblo que la oía no sabía lo que significaba. Le parecía que sonaba muy bien. Trascendental es una palabra que llena el oído, que suena bien. Y como no entendían bien lo que eso significaba, les parecía que significaba algo muy importante, y poco a poco, rodando esa palabra de mitin en mitin, ya de los grandes labios de los primeros que las pronunciaron, Salmerón, Pi y Margall, pasó a labios menos doctos, a labios de oradores de mítines de segunda, tercera o quinta categoría, y cuando ya llegó realmente a esos mítines que se daban en villorrios, la palabra había perdido por completo su significado primitivo y había pasado a significar pura y simplemente ‘muy importante’. Pero no significa nada de eso. La palabra trascendental no tiene ese sentido”.
Cabría pensar que la moda “icónica” será pasajera. Pero, quizá, también se haya pensado hace un siglo y medio que la moda “trascendental” también lo sería, pero hoy seguimos creyendo que algo “trascendental” es algo “muy importante”.
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