27 de octubre 2015 - 00:00

“La Menesunda” resiste el tiempo sin perder sentido

El Museo de Arte Moderno ha logrado sacudir una inercia que resultó letal para los artistas. La prueba es el olvido casi generalizado del magistral Rubén Santantonín, coautor junto con Marta Minujín en 1965 de una obra demoledora de barreras y prejuicios que ahora se exhibe fielmente reconstruida.
El Museo de Arte Moderno ha logrado sacudir una inercia que resultó letal para los artistas. La prueba es el olvido casi generalizado del magistral Rubén Santantonín, coautor junto con Marta Minujín en 1965 de una obra demoledora de barreras y prejuicios que ahora se exhibe fielmente reconstruida.
El Museo de Arte Moderno de Buenos Aires ha logrado atraer finalmente a las multitudes. Hoy, como ayer en la calle Florida, la gente espera haciendo fila para ingresar a "La Menesunda", la pieza creada en 1965 por Marta Minujín y Rubén Santantonín, con la colaboración de los artistas Pablo Suárez, David Lamelas, Rodolfo Prayón, Floreal Amor y Leopoldo Maler. La reconstrucción es exacta y los espectadores viven -en otro contexto cultural- la misma experiencia.

"La Menesunda" significa mezcla o confusión en lunfardo criollo y se percibe desde el ingreso como una alucinación. Para comenzar, hay que atravesar un túnel cuyas paredes y techo están cubiertos con dibujos (círculos, letras y formas abstractas) realizados con tubos de neón multicolores que se encienden y se apagan. Al final de este tramo psicodélico el espectador encuentra una empinada escalera negra. Allí, mientras asciende, divisa su propia imagen en la pantalla de un antiguo televisor. Es apenas un instante, pero el espectador no se mira en un espejo, la imagen está diferida en el tiempo y pertenece al pasado. Ese pequeñísimo salto en el tiempo descoloca al que mira. El desconcierto se intensifica en una salita negra donde brillan las pantallas encendidas de unos televisores de época.

La visión de los noticieros y programas también de época, y la figura del expresidente Arturo Umberto Illia, derrocado por un golpe militar en el año 1966, impone en el presente como en el pasado, un enfrentamiento con la realidad y la historia de nuestro país. El paisaje de las pantallas encendidas dificulta la concentración y el sonido simultáneo se torna confuso, casi inapresiable. Desde la perspectiva actual, el efecto del montaje anticipa el aturdimiento que provocaría en la sociedad global del futuro, el aumento vertiginoso de los medios con sus noticias simultáneas de todo el mundo. Minujín proseguiría con "Simultaneidad en Simultaneidad" (1966), la serie de proyectos y acciones con los medios de comunicación y el uso de una tecnología de avanzada.

Al igual que el acontecer de los medios, el recorrido obliga al visitante a saltar de un tema a otro sin relación aparente. Y en este viaje, el espacio más intenso de "La Menesunda" es el dormitorio, habitado por una pareja, dos personajes reales metidos en una cama. La distancia entre la vida y el arte desaparece. Ella duerme envuelta en un camisón de tul color rosa. Él, ensimismado en la lectura de un diario (amarillento y de gran formato), escucha un hit de Los Beatles.

Entretanto, en el Salón de Belleza queda en evidencia la cultura latina de Minujín y Santantonín. La maquilladora y la masajista, rodeadas por los productos usados en los 60 y sumergidas en una nube de luz rosada, ofrecen sus servicios a los espectadores mientras escuchan, sensuales, un bolero del trío Los Panchos. "Tus besos se llegaron a recrear, aquí en mi boca, llenando de ilusión y de pasión mi vida loca...". El clima del lugar es denso pero la brecha entre quien observa y el observado queda abolida. Y otra distancia, la más importante, se redujo en esa década. El abismo que separó siempre a los artistas argentinos de la escena mundial se había cerrado.

"La Menesunda", según sus creadores, "no era obra ni happening, tampoco espectáculo". En efecto, esa máquina para estimular las ideas y los sentidos, demoledora a la vez de barreras y prejuicios, era todo eso y mucho más al mismo tiempo. Fue el producto de la mayor libertad -aunque ya amenazada- que hayan conocido jamás los artistas argentinos. La excepcional apertura generada por el Instituto Di Tella posibilitó, al menos hasta el año 1968, el trato de igual a igual entre los argentinos y las celebridades de los circuitos internacionales. Nuestro arte, legitimado entonces por los teóricos que forjaban el gusto, no tenía fronteras.

En el MAMBA, al circular por los once ambientes laberínticos, el espectador pierde la orientación. Un canasto giratorio provoca un mareo mientras las opciones de salida se bifurcan. Hay un cine y hay, además, un corredor esponjoso: el visitante se hunde al ingresar y siente que le cuesta salir. El sonido del agua delata la naturaleza ominosa de una ciénaga. El deseo angustioso de encontrar la salida se exacerba, se vuelve claustrofóbico frente a la obligación de apretar los números de un gigantesco teléfono hasta acertar en el que abre la puerta. Sin embargo, ¿antes o después? Resulta difícil recordar cuándo se ingresa a la cabeza de una mujer, se atraviesan las formas brillantes y gomosas de unos inmensos intestinos y, al abrir la puerta de una heladera, se recorre un espacio vacío y helado como una morgue bañado por una luz blanca y deslumbrante.

Luego, el ambiente con un genuino clima festivo está estratégicamente ubicado al final. Allí los ventiladores Siam hacen volar el papel picado de colores flúo y una cabina transparente deja ver la salida.

Supuestamente, después de ingresar a las mismísimas entrañas de esta obra de arte, la gente debería salir cambiada, con los colores del maquillaje pegoteados sobre la uniformidad de los trajes grises y una sonrisa amplia en sus caras de oficinistas. Por cierto, así aparecen en las imágenes de los diarios de 1965, aunque no faltaban titulares denunciando el hecho como un crimen. En una sociedad reaccionaria, pocos advirtieron el tremendo giro que había pegado el mundo y también el arte. Los objetos cotidianos escalaban estatus y se convertían en tema y motivo de representaciones cínicas, burlonas o devotas, según el país y su capacidad consumista. Los hogares le daban la bienvenida a la pequeña tecnología, como la TV, que poco a poco colonizaría a sus "usuarios" sin librar ninguna batalla.

Hoy, se ha perdido la alegría que despertó la primera "Menesunda" y la felicidad rupturista. Cuando culmina la aceleración delirante del recorrido, sobreviene, irremediable, la nostalgia.

La historia del arte argentino no es ajena a los 53 años que van de 1930 a 1983, cuando los gobiernos militares surgidos de golpes de Estado y electos en las urnas se turnan con civiles. Los períodos de plena vigencia constitucional fueron escasos. La década del sesenta significó para las artes un momento de poderoso esplendor. Después se aplacaron las ansias de insubordinación. La feroz dictadura militar silenció no sólo a los artistas sino además a miles de desaparecidos. Los sucesivos marasmos sociales, políticos y económicos dejaron su huella. En el plano internacional, el apoyo de EE.UU. en plena Guerra Fría, produjo un cambio en la escena, propició un arte vacío de contenido social o político, un arte para evitar problemas en su "patio trasero".

La reconstrucción de "La Menesunda" es fiel. La pieza se malogró luego de la exhibición en la calle Florida, pero los numerosos documentos, fotografías, videos, notas de prensa, material audiovisual y testimonios de los artistas que colaboraron en el original, permitieron clonar el calco. La directora del MAMBA, Victoria Noorthoorn, muestra el plano de la obra y señala los distintos módulos que la componen. Cuenta que al enterarse de que el Museo de Arte Moderno de Nueva York planea una exposición, decidieron rehacer la estructura con un formato apto para su gira.

"El proyecto de una magnitud descomunal se convertiría en el escándalo del año (1965), pero también en uno de los grandes hitos de la historia del arte argentino", concluye la presentación del MAMBA. La capacidad de ingreso es limitada, apenas 500 personas por día. El llamado "Museo fantasma" ya no merece ese apodo, ha logrado sacudir una inercia que resultó letal para los artistas. La prueba es el olvido casi generalizado del genial Rubén Santantonín.

Por su parte, Noorthoorn agrega que la financiación de la muestra, con un extenso catálogo incluido, proviene del Mecenazgo porteño que aportó 3 millones de pesos, y acota que el costo final supera esa cifra. Cuesta encontrar referentes cercanos a un proyecto cuyo despliegue pueda compararse. Pero, acaso, por su envergadura, se puede asociar a las exhibiciones montadas en algunos pabellones de la Bienal de Venecia.

Lo cierto es que como en los cuentos con finales felices, Marta Minujín decidió donar la potente "Menesunda" al gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

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