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Natalie Clein, una ráfaga en concierto con la Filarmónica
El vínculo amoroso entre la mujer y el violoncello siempre ha ejercido una fascinación especial (no es casual que no se emplee la palabra «matrimonio», ya que la relación entre ambos es más propia de amantes que de cónyuges) que le da un toque de voyeurismo a la cuestión. Sucede que es imposible que un cuerpo femenino con las piernas decididamente abiertas no remita al acto sexual, a la masturbación o al parto, y ésa es la razón por la cual las mujeres pudieron ejercer su pasión por este instrumento, gozar y hacer gozar con él en la medida en que aquellas instancias de la vida de una mujer fueron dejando de ser un tabú.
Incluso hasta entrado el siglo XX las cellistas adoptaban posturas más «decorosas» para tocar tal como sucedía con la equitación, como las piernas cruzadas hacia la izquierda. Las primeras profesionales del instrumento, como Lisa Cristiani, Beatrice Harrison y Guilhermina Suggia, eran vistas como mujeres de avanzada. Pero indudablemente Jacqueline Du Pré, la diosa británica prematuramente desaparecida, fue la predecesora más notable de esta nueva generación de la que su joven compatriota Natalie Clein es un exponente destacado. Su visita viene además a coronar la coincidencia de grandes virtuosos del cello en Buenos Aires: en pocos meses se pudo escuchar a Yo-Yo-Ma, Sol Gabetta y ahora a Clein.
En su actuación en el ciclo de Festivales Musicales (programa que se repitió anoche para los abonados de la Filarmónica), Clein interpretó el «Concierto en La menor» opus 129 de Robert Schumann. Buena elección para una artista sanguínea de sonido suntuoso, afinación perfecta y expresividad desbordante. Hay sin embargo algo que comparte con su colega argentina Gabetta y que puede ser atractivo para algunos, o tal vez ellas piensen que lo es: una hiperkinesia constante. Mientras toca, Clein mueve exageradamente la cabeza como si fuera ésta la que hace sonar el instrumento; en sus silencios se hamaca en la silla, sigue moviendo sus brazos y ajusta las clavijas, el arco o el pie de su hermoso Guadagnini «Simpson» de 1777. En lo musical poco podría reprochársele: Clein sabe exactamente hacia dónde va y pone su técnica al servicio del mensaje del compositor, que sería más directo de no mediar su innecesaria parafernalia corporal. Como un vendaval, Natalie pasó por el escenario del Colón para deslumbrar, pero no hizo una sola «rentrée» ni dedicó bises al caluroso público.
El concierto, que había comenzado con una deliciosa versión de la obertura de «Las alegres comadres de Windsor» de Nicolai, finalizó con otra obra de Schumann: la Sinfonía n° 3, «Renana». Enrique Diemecke, cuyo prolongado trabajo al frente de la Filarmónica de Buenos Aires no deja de mostrar sus buenos frutos, dirigió con la pericia habitual a un ensamble en perfecta cohesión, que aún rodeada de telas negras que ocultaban la escenografía de «Don Giovanni» se oyó muy bien en todas sus secciones.
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