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Una cumbre del arte latinoamericano en la Fundación Proa
En la sala de ingreso a la Fundación se divisa la bandera argentina de Fabián Marcaccio. Tensada con tientos como un cuero, inflamada y cruzada por formas indefinidas de colores rojos y azules, la bandera anticipa el tema político de toda la exposición. La obra es densa y potente, representativa de una visión sensible hacia las cuestiones sociales que predominan no sólo en la muestra sino en toda la colección. El impulso de Hans Michael Herzog, curador y promotor de las adquisiciones, estuvo orientado a reunir un arte capaz de movilizar las conciencias. "Cuando uno sale del museo y llega a la calle, va a percibir el mundo de alrededor un poco diferente. Ésa es la idea política", sostiene Herzog durante un encuentro con este diario.
En la primera sala de Proa las obras guardan relación con el poder. Así lo aclara el curador Rodrigo Alonso frente a "El Capital /Manuscrito Siniestro", tres ediciones de Marx (de lujo, económica y pirata) realizadas por la colombiana Milena Bonilla. Junto a los vidrios de la mexicana Teresa Serrano, está el video "12 canciones cortas" del porteño Jorge Macchi. El sonido conmovedor de una cajita de música se oye en todo el espacio, mientras en abierto contraste con esta poética experiencia se desliza un papelito con noticias financieras de la crisis global.
Luego, el escalofriante ropero de la colombiana Doris Salcedo invita a pensar qué es ser latinoamericano. Ese prisma de madera se percibe como una cárcel inviolable y, de hecho lo es: su puerta está sellada con cemento y transmite la sensación de que algo ominoso y siniestro se esconde en su interior. El brasileño Vik Muniz presenta un planisferio -o sea, la totalidad del mundo- elaborado con desechos tecnológicos. Entretanto, la presencia del dúo cubano Los Carpinteros resulta crucial para comprender el perfil de la colección. Sin renunciar al contenido político, sus obras marcaron un quiebre en una estética signada por el dramatismo de las balsas, los corazones ensangrentados o las comunicaciones cortadas. Los Carpinteros seducen con el patético desorden de sus construcciones de madera, sus lugares imposibles de habitar y la gracia de una arquitectura inestable. Plantean con humor problemas como el de la vivienda. Para ellos, el tiempo de los gestos sufrientes se agotó.
Con un papel abollado que recupera su forma original, el mexicano Mauricio Alejo presenta una metáfora de la "Memoria". El colombiano Rosemberg Sandoval establece analogías entre la configuración de una "pintura" y la "Mugre" (título de su performance) que ostenta un vagabundo. Pone así sobre el tapete uno los grandes interrogantes que se abren frente al incomprensible rumbo de algunas vertientes del arte contemporáneo: "¿Hasta dónde quieren llegar y cuánto más van a tirar de la cuerda?".
Adentrarse en la muestra implica adentrarse en el tema del cuerpo. En el centro de la sala la intensidad de Nicola Costantino provoca cierto escozor. Frente a las elegantes prendas, carteras y zapatos de la instalación, coincide la atracción que provoca la sofisticada elaboración y el rechazo que inspira el material: el calco de la piel humana con impresiones en altorrelieve de anos, tetillas y ombligos. La mayor sensualidad la alcanza en un corset de silicona, las tetillas ocupan el sitio exacto de los pezones. Así juega con el cuerpo que se adivina y el vestido que lo revela y exalta la voluptuosidad.
Miguel Ángel Rojas presenta dos retratos de su "David" colombiano. La visión de un soldado con una pierna mutilada por una bomba resulta tan dolorosa y perturbadora que trasciende lo meramente artístico, aun cuando esta cualidad específica está acentuada por la abierta relación con el "David" renacentista. El personaje casi adolescente, parado sobre su única pierna, reitera como un fantasma la pose de un icono de la historia del arte. La imagen del "David" está tan arraigada a nuestro inconsciente que se vislumbra como una aparición. El tamaño natural de la foto, su monumental cercanía destaca la belleza extrema del desnudo, percepción que se contrapone a la aberrante exhibición de esa figura mutilada. La imagen se vuelve intolerable: es la encarnación del martirio.
El arte de Colombia está arraigado al contexto de una situación histórica particular y a condiciones sociales de excepción. Herzog observa que "el arte por el arte" no está presente en la colección (por razones obvias), aunque aclara que elude "el estereotipo" del arte político.
Las fotos de la brasileña Rosângela Rennó muestran los tatuajes de los presidiarios, los diseños y mensajes de la intimidad de la piel que resultan finalmente efímeros, que mueren con quienes lo llevan.
En este capítulo de la Daros aparece "La autopsia" del fotógrafo Marcos López. La imagen está inspirada en la pintura de Rembrandt, "La lección de medicina", pero también en las fotos del Che Guevara muerto que reprodujeron los medios. A la referencia estética de la pintura López suma la de su oficio: la fotografía. El espesor conceptual de la obra adquiere su significación en el contexto argentino, con la imagen del cadáver de una joven sobre una mesa de hospital.
En el video "Bocas de Ceniza" del colombiano Juan Manuel Echavarría las víctimas cuentan historias y cantan canciones donde resuena el horror de las masacres, como una letanía que se reitera para tornar soportable lo insoportable.
Un moderado momento de respiro en la exposición depara Nadin Ospina con sus "piezas arqueológicas alteradas". En sus irónicas esculturas Ospina modela a los Simpson o los personajes de Disney con la técnica del arte precolombino.
Las obras de la estadounidense Donna Conlon, el chileno Gonzalo Díaz, el argentino Leandro Erlich, los guatemaltecos Darío Escobar y Regina José Galindo, la mexicana Teresa Margolles, el venezolano Javier Téllez y el panameño Humberto Vélez, completan la muestra.
Si bien se habla de la continuidad de las giras y exposiciones de la Colección en diversos museos del mundo, Herzog ya anunció su retiro.
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