Esta producción puede ser, sin ningún esfuerzo, el éxito comercial de la temporada. Lo bueno es que sus responsables decidieron hacerlo con esfuerzo, con paisajes, efectos especiales, y todo eso. Igual que ante el programa televisivo, o ante las puestas teatrales, la opinión general es la misma: «Será cursi y empalagosa, pero hay trabajo». El público adicto paga ocho, y sale sintiendo que le dieron diez.
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Claro, el que no es adicto, mejor abstenerse. Los primeros minutos, sobre todo, pueden serle fatales, por su estética recargada, los chivos que aparecen abiertamente anunciados, etc. Las diez canciones del film apenas se distinguen una de otra, nadie se luce con ellas, ni con las coreografías, las persecuciones se resuelven con planos cortos que dejan ver poco, a veces faltan algunos planos intermedios, para mejor explicar una pelea o un paseo, etc., etc.
No importa. De a poco, puede envolverlo una cordial simpatía. En esta historia, Romina Yan entra a un cuento, a un pueblo, y -como cocinera- a un asilo de niños rubios al pie de las montañas, un asilo tipo años '30, regido por un coronel gordo y pelado (el mejor malo que haya hecho Juan Leyrado hasta el momento) y una guardiana de uniforme tipo Gestapo (Alejandra Flechner), que, como ya se sabe, explotan a los niños y a quienquiera se les ponga a tiro, todo por un asunto con unos inhallables diamantes azules.
Encima, a la pobre Romina la maltratan hasta los propios niños maltratados, y nadie le cree, ni siquiera el bonachón del intendente (otro impagable, ingenua, e inteligentemente hábil para provocar los sentimientos que su público reclama (ensueño, indignación con las injusticias, entusiasmo en el último tercio, e incluso una cariñosa tolerancia), la película deja a sus seguidores bastante agitados, entusiastas y un poquito emocionados. Es para ellos, y cumple con ellos, hay que reiterarlo.
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