10 de mayo 2002 - 00:00

Cómo prepara Saddam para un a ataque de EEUU

Mientras EE.UU. incrementa las señales de que podría lanzar un ataque contra Irak, el régimen de Saddam Hussein acelera sus preparativos para una guerra que considera inevitable. Esta nota de la periodista Johanna McGeary cuenta en detalle esas acciones y revela costados poco conocidos del Irak de hoy: la obsesión del líder por evitar un atentado en su contra, sus nuevos hábitos, las luchas palaciegas entre sus hijos, el fortalecimiento de la capacidad militar del país y las señales de un cierto bienestar económico para asegurarse el favor popular.

Las manifestaciones oficialistas en Irak suponen un esfuerzo del régimen para advertir al mundo que su derrocamiento no será sencillo.
Las manifestaciones oficialistas en Irak suponen un esfuerzo del régimen para advertir al mundo que su derrocamiento no será sencillo.
Bagdad - El calor empieza a apretar; filas de autobuses destartalados y Mercedes con ventanillas polarizadas ocupan la autopista en dirección a Tikrit, la localidad natal de Saddam Hussein. Normalmente esta carretera suele estar desierta, pero hoy es el 28 de abril, día en que Saddam cumple 65 años. Grupos de militares con gruesos bigotes, jeques con amplias túnicas y granjeros con pantalones gastados van llenado el estadio de desfiles que Saddam ha construido para ocasiones especiales como ésta.

Mientras llegan los invitados de honor, grupos de niñas en edad escolar, entre ellas una unidad ataviada con las máscaras negras que delatan a los aspirantes a terroristas suicidas, interpretan bailes dedicados al «pulso de la vida» de Saddam. Una hilera interminable de personas, tal vez unas 10.000, marcha ante él cantando: «Feliz cumpleaños, presidente Saddam Hussein, que nos llevaste a la victoria!».

El problema es que el hombre que se alza sobre el imponente podio no es Saddam Hussein, sino Ali Hassan Al-Majid, el amigo íntimo de Saddam, al que los extranjeros llaman «Ali el químico» por ser el supervisor de los ataques con gas venenoso que en 1988 mataron a miles de kurdos iraquíes. Al-Majid levanta el brazo derecho con la palma hacia arriba, el mismo gesto que usa Saddam, sonriendo ante los cantos de la multitud, como si fuera el propio gobernante. «Sacrificamos nuestra sangre y nuestras almas por ti, Saddam», entona la multitud.

Saddam no está en la fiesta de Tikrit, ni en ninguno de los demás desfiles y celebraciones organizados por todo Irak durante los seis días que dura su fiesta de cumpleaños. Es, más que nunca, un gobernante invisible, que ejerce su autoridad desde las sombras donde se esconde de asesinos en potencia. La finalidad de estos festejos exhibicionistas era enviar un mensaje a cualquier ciudadano iraquí que se sienta inquieto y a cualquier gobierno extranjero que esté pensando en derrocarlo. Es un omnipotente maestro de marionetas capaz de lograr que toda la nación lo alabe en público a modo de rudo recordatorio. Es su manera de decir al mundo: todavía estoy aquí; no les será fácil librarse de mí.

El gobierno de Bush espera que la superficialidad de esa escena de cumpleaños sea una metáfora del estado del régimen de su archienemigo: frágil y putrefacto por dentro, sostenido únicamente por la fuerza y los sobornos. La Casa Blanca ha concluido que Saddam supone un peligro real e inminente que debe ser eliminado. «Es un hombre peligroso que posee las armas más peligrosas del mundo», ha declarado el presidente estadounidense. «A las naciones amantes de la libertad les corresponde hacerlo responsable de ello, que es precisamente lo que van a hacer los Estados Unidos».

Mientras el presidente Bush telegrafía repetidamente su intención de terminar con Saddam, el líder iraquí no espera de brazos cruzados precisamente. «No es tan ingenuo como para ignorar la gravedad de esta amenaza», dice Wamidh Nadhmi, especialista en Ciencias Políticas de Bagdad que mantiene contactos con el régimen. «Sabe que a Bush le será muy difícil retractarse una vez declaradas sus intenciones.» Hay signos de que Saddam se está preparando para el ataque: está reforzando su guardia personal y el partido oficialista Baath, y reorganizando el ejército mientras juega a los aplazamientos diplomáticos con la ONU. Tanto Washington como Bagdad prevén una confrontación. Y así es cómo se percibe desde dentro de Irak.

• La mente de Saddam

Occidente lleva años intentando entender la psicología de Saddam, y hace tiempo que se han observado unos pocos detalles íntimos. Saddam nunca duerme en sus grandiosos palacios, sino que se traslada cada noche a una casa o tienda secretas. Fuma puros Cohiba que le envía Fidel Castro. Se tiñe de negro las canas. Camina con una ligera cojera, al parecer por problemas de espalda, pero en la televisión suele aparecer con aspecto muy saludable, normalmente sentado o de pie. Saddam tiene un conocimiento limitado de Occidente y se rodea de hombres que le dicen solamente lo que quiere oír. Pero muestra gran apetito hacia cierto tipo de información. Sigue continuamente los noticieros de la CNN y la BBC, le gustan los thrillers norteamericanos, admira a Stalin y a Maquiavelo. Y escribe novelas de amor, aparentemente sin ayuda: precisamente la semana pasada, se estrenó en el elegante nuevo teatro de Bagdad «Zabibah y el rey», una obra de teatro basada en una novela que se cree que ha escrito Saddam. Habla de un monarca solitario enamorado de una plebeya virtuosa que es violada el 17 de enero, el día del comienzo de la Guerra del Golfo en 1991; posteriormente es asesinada por su esposo celoso incitado por infieles extranjeros. El rey decide seguir el consejo de la mártir Zabibah: se necesitan medidas estrictas para mantener al pueblo a raya. En las semanas anteriores a la Guerra del Golfo, la CIA le presentó al entonces presidente George Bush (padre) un perfil psicológico de Saddam que, en lo esencial, no ha cambiado desde entonces. Los analistas concluyeron que Saddam tenía una personalidad estable que tomaba las decisiones de manera racional y calculadora. No tenían ninguna evidencia de que sufriera enfermedades mentales. No era exactamente temerario, pero se sentía cómodo con el poder absoluto, usando la fuerza bruta y tomando riesgos. Desde su punto de vista, el mundo exterior era amenazador y poco fiable. Era desconfiado y oportunista, y confiaba solamente en sí mismo a la hora de tomar decisiones.

Lo que el opositor al régimen Kanan Makiya denominó la República del Terror de Saddam, parece estos días muy pacífica. Se puede viajar diariamente al Aeropuerto Internacional Saddam de Bagdad en uno de los aviones que desafían el embargo desde Jordania, Siria o el Líbano. Todos los edificios, puentes y calles de la ciudad dañados por la guerra de 1991 y los ataques norteamericanos de 1998 han sido reconstruidos. En las elegantes calles de la zona de Al-Mansur, refinadas tiendas venden los productos de la globalización, e incluso el mercado de los pobres en Washash ofrece gran variedad de frutas y televisores chinos baratos. A medida que llegan todos estos productos, los salarios se elevan para poder comprarlos. En 1998, Yusef, un residente de Bagdad, manejaba un taxi destartalado y vivía en una casa prácticamente vacía tras haber tenido que vender los muebles para criar a sus cinco hijos. En la actualidad, Yusef es socio en una flota de camionetas GMC que transportan viajeros y mercancías a Amán, Damasco y Beirut. «La vida es mucho mejor», dice con alegría. «Tenemos algo de dinero, una casa y mis hijos están sanos.» Los suministros de medicamentos llegados del extranjero, comprados con el dinero que la ONU permite ganar a Irak por las exportaciones limitadas de petróleo, han mejorado sustancialmente en el último año. Y hay electricidad las 24 horas del día, al menos en Bagdad.

Durante años, Saddam se aprovechó despiadadamente del sufrimiento del pueblo iraquí para debilitar la decisión internacional de mantener las sanciones impuestas por la ONU. Ahora Saddam ha cambiado de estrategia para alcanzar un objetivo distinto: evitar que esos mismos iraquíes sufridos se rebelen contra él. Ha abierto el grifo y ahora reparte más entre la población el dinero procedente de la venta legal de petróleo y del contrabando ilícito, que antes se reservaba para sobornar a los leales al régimen.

Saddam siempre ha tenido que comprar a sus amigos. «Los únicos que quieren a Saddam», dice un empresario iraquí de 32 años, a quien llamaremos Ahmed, «son sus familiares. Todos los demás, incluso en su círculo más íntimo, tienen que recibir un pago a cambio de su cariño.»

En su libro
«Saddam's Bombmaker» (El fabricante de bombas de Saddam), el desertor Khidhir Hamza, director del programa atómico de Saddam hasta que huyó en 1994, escribe claramente sobre el poder de seducción de la generosidad de Saddam. Su forma de mantener el poder siempre ha sido con palos y recompensas. Mantiene la lealtad de aquellos que necesita que lo protejan ofreciéndoles ser miembro de un club, autos con chofer, casas lujosas, viajes al extranjero y whisky Johnny Walker. Para los que fallan o lo ofenden, se reserva la tortura, la prisión y la ejecución.

Hay muchísimas historias sobre la violencia brutal de Saddam. El coronel Hamadi (nombre ficticio) era comandante de una unidad de tanques en el Tercer Ejército iraquí antes de ser arrestado por su relación con un partido de la oposición (que él niega). Permaneció diez meses en cautiverio. Cuenta que la inteligencia militar de Saddam lo torturaba varias veces a la semana. «A veces me colgaban de un ventilador del techo para hacerme confesar algo que no era cierto», dice el coronel. Cuando fue liberado el mes pasado, huyó al norte de Irak, donde la minoría kurda del país funciona de forma casi autónoma bajo la protección de los aviones estadounidenses británicos, que controlan el espacio aéreo de la zona. Pero tuvo que dejar a su familia. Su padre ha sido arrestado recientemente por la inteligencia militar. «Si te opones a ellos», dice el coronel, «toda tu familia corre peligro.»

Dentro de Irak, los ciudadanos sólo pueden expresar en voz baja su desesperación ante la opresión. La población ha desarrollado un sexto sentido para ocultar sus auténticos sentimientos. «No puedo decir nunca lo que pienso», declara Layla, una ex oficinista de 38 años, en la intimidad de su hogar. Ahmed, el empresario, afirma: «Como tenemos miedo unos de otros, nos quedamos en casa visitamos sólo a la familia». Con aquellos en los que confían, los iraquíes se quejan de Saddam y sus excesos, de cómo su círculo de poder se queda con 7% «para la familia» de cada transacción económica. Pero tras 30 años con Saddam los iraquíes han adquirido un hábito instintivo de supervivencia. Parecen demasiado cansados, demasiado desilusionados y demasiado asustados los unos de los otros como para tramar una conspiración seria. Y sienten un desdén absoluto hacia los exiliados de la oposición que intrigan desde el exterior. Si el poder de Saddam es tan frágil como aseguran algunos funcionarios en Washington, en Bagdad no se nota. El gobierno ha perdido el control del norte kurdo, pero lo ha reforzado en el Sur dominado por los chiítas y sigue conservándolo en el centro de etnia sunita. El país ha sido debilitado, especialmente el ejército, pero Saddam sigue siendo el más fuerte entre los débiles. A pesar de todo, Saddam está obsesionado por su seguridad personal. Especialmente desde los atentados del 11 de setiembre, tras los que temía inmediatas represalias norteamericanas, ha tomado medidas para reforzar su protección. Su círculo más próximo de guardias, conocidos como Al-Himaya, está compuesto exclusivamente de familiares cercanos. El siguiente círculo son los Mirafiqoun, también parientes suyos o de familias intachables, que son responsables de la seguridad personal y familiar y del control de las multitudes. El círculo más externo es el de las SSO, una fuerza de élite dirigida por su hijo Qusay. Durante años, el hijo mayor de Saddam, Uday, fue más poderoso que Qusay, pero su tendencia a los excesos resultó excesiva incluso para Saddam, cuando en 1988 Uday, en un arrebato de despecho, asesinó a un guardaespaldas al que Saddam apreciaba. Uday se ha recuperado de un intento de asesinato ocurrido en 1996 que lo dejó casi paralizado, pero ha sido eclipsado por Qusay, de 36 años, y a quien tanto observadores en Bagdad como en Washington toman muy en serio.

Parece que Saddam se está preparando para la guerra. Funcionarios del CNI dicen que, durante los dos últimos meses, organismos gubernamentales han llevado a cabo ejercicios preparatorios, enviando a altos funcionarios hacia lugares seguros, por ejemplo, y protegiendo los archivos oficiales. El grupo afirma que los comandantes de varias unidades militares han sido reorganizadas y que otras han cambiado su posición dentro del país. El CNI dice que sus fuentes informan que las fábricas militares han sido desmanteladas para proteger los componentes clave de los bombardeos.

• Las intenciones de Saddam

Mientras tanto, Saddam se esfuerza por minar el apoyo internacional a un ataque norteamericano contra él desplegando todo su arsenal diplomático. Ha encontrado un filón en la crisis palestina y la ha convertido en su tema clave. Su oferta de 25.000 dólares a las familias de cada terrorista suicida y a cada familia palestina que perdiera su hogar en el asalto del mes pasado al campo de refugiados de Jenin le ha valido la admiración de sus compatriotas y del mundo árabe en general. Ha mostrado su fuerza en el mercado del petróleo, declarando una moratoria de 30 días en las ventas de petróleo iraquí como apoyo a los palestinos. Y se ha forjado una reputación como el único líder árabe capaz de decirle que no a Washington y de enfrentarse a Israel.

Al mismo tiempo, ha dirigido una campaña astuta y discreta para integrar la economía iraquí con la de los países vecinos, y convencer a Europa de que las sanciones son un error y no tienen sentido. Mientras otros encontrarían la situación desesperada, Saddam siempre ha conseguido salirse con la suya. Si los soldados norteamericanos marchan hacia Irak, casi con toda probabilidad quedará fuera de juego. Su estrategia será la de frenar el avance y generar suficiente confusión como para que la opinión pública mundial se oponga y le dé la oportunidad para mantener su poder. Mientras siga vivo, cada cumpleaños es una victoria gloriosa.

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