La moda de lujo dejó de ser una burbuja inmune. Ya no alcanza con bordar elegancia en una pasarela ni con tener un apellido histórico estampado en la etiqueta. Las decisiones políticas, los conflictos comerciales y la economía global empezaron a jugar un rol que antes parecía lejano.
Moda de lujo en tiempos de proteccionismo: el precio que se paga cuando el estilo cruza fronteras
El lujo dejó de moverse con libertad total. Las trabas arancelarias, las disputas diplomáticas y la volatilidad financiera se metieron en el corazón de la industria.
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Moda de lujo. Hoy hay más control, más presión política y más miradas puestas sobre cómo se reparten los pesos pesados de esta industria.
El reciente movimiento de Prada, al quedarse con Versace por u$s1.400 millones, lo confirma. La operación estuvo a punto de caerse por las medidas que impulsa Donald Trump, actual presidente de Estados Unidos, y expuso algo que muchas marcas preferían no ver: el estilo también tiene costos cuando cruza fronteras.
La compra se dio en un clima tenso que afectó a Capri Holdings, el grupo que controlaba a la casa italiana. El encarecimiento en las materias primas, sumado al golpe bursátil que sufrieron las acciones de la firma, abrieron la puerta a una renegociación. Prada no dejó pasar la oportunidad. La retirada de Donatella Versace, la caída de ingresos que ya asomaba en Capri y el desplome de su cotización facilitaron una adquisición que, en otro contexto, hubiera sido mucho más costosa.
El lujo dejó de moverse con libertad total. Las trabas arancelarias, las disputas diplomáticas y la volatilidad financiera se metieron en el corazón de una industria que hasta hace poco diseñaba en Milán, producía en Asia, vendía en Nueva York y encontraba en Medio Oriente a sus mejores compradores. Ese esquema, que parecía inalterable, se volvió inestable.
Cuando una etiqueta depende de un decreto
La cadena de producción en el lujo es tan internacional como frágil. Una misma prenda puede mezclar algodón de Egipto, hilo de Escocia, botones de Francia y talleres de confección en India o Portugal. A eso se suman los centros de distribución en Dubái, Londres o Nueva York, todos coordinados para que una colección llegue a tiempo al cliente premium.
Ese sistema, que alguna vez fue sinónimo de eficiencia, hoy representa una debilidad. Basta un arancel en uno de esos eslabones para que el costo final se dispare. Basta un conflicto político para que un mercado quede vedado. No se trata de una excepción. Otras operaciones recientes quedaron marcadas por la misma lógica.
Tapestry, dueña de Coach, intentó quedarse con Capri Holdings pero fracasó. El temor a una concentración excesiva del mercado hizo que reguladores pusieran el freno. Las fusiones entre grupos de lujo ya no fluyen como antes. Hay más control, más presión política y más miradas puestas sobre cómo se reparten los pesos pesados de esta industria.
El fin del viejo mapa de la moda
Mientras tanto, muchas marcas buscan refugio en conglomerados que puedan garantizarles aire financiero y respaldo internacional.
La marca sola, por más historia que tenga, no alcanza para sobrevivir en este nuevo escenario. El mapa que dominó durante los últimos veinte años, con el diseño concentrado en Europa, la producción tercerizada en el sur global y el consumo enfocado en Asia y Estados Unidos, ya no funciona como antes.
Las nuevas reglas del comercio, sumadas a la inflación logística, las restricciones migratorias, el impacto de las crisis climáticas y la suba de los costos energéticos, forzaron a la industria a mirarse de frente.
Aparecen preguntas que hace poco no estaban sobre la mesa: ¿será posible una moda más regional, con producción relocalizada? ¿Se reducirán los desfiles globales y crecerán los lanzamientos digitales? ¿Qué valor tendrá lo hecho en casa frente a lo importado?
Resiliencia, el nuevo capital del lujo
En este escenario, el concepto de resiliencia se volvió más que importante. Ya no es suficiente con tener una línea estética definida ni una comunicación sólida. Las casas que logren diversificar sus fuentes de insumos, relocalizar parte de su producción o establecer alianzas logísticas más estables, serán las que consigan sostenerse. El estilo importa, claro.
Pero la capacidad de adaptación se volvió parte del diferencial competitivo. Prada vio el hueco y se metió. La compra de Versace es una jugada audaz, pero también el reflejo de un sistema que perdió su escudo de inmunidad.
Ahora, el lujo también se siente vulnerable. Y cada operación empieza a leerse, más allá de una apuesta de estilo, como una respuesta ante un mundo donde vestir bien puede depender de un decreto. O casi. Porque sí: incluso el lujo más refinado, también paga impuestos.
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