Amanecer en esta ciudad mirando el Central Park, en una mañana brumosa, ante el silencio de quienes van a trabajar con el presente recuerdo acongojado de la tragedia vivida hace justo un mes, es algo sobrecogedor, y a la vez impactante. Días y momentos especiales son éstos, en los cuales se conmemoran aniversarios de tragedias recientes.
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La nación americana sigue de pie, y ha vuelto al trabajo; cada uno haciendo el suyo, y mirando complacientes cómo los demás también lo hacen; e incluso concurriendo: votar en las elecciones primarias que definirán las primeras candidaturas para alcalde. Sin embargo, los miles de banderas norteamericanas que flamean en edificios, taxis, ómnibus y autos particulares; las que se han estampado en ventanas, negocios y escaparates, y los miles de lazos tricolores prendidos en las solapas de los habitantes de la Gran Manzana no alcanzan para disimular la tristeza y desolación de sus caras. Una vez superados la ola del primer impacto que produjo el atentado, y el embrionario estado de shock que fue su consecuencia, los americanos han caído en la cuenta de que, en beneficio de su seguridad -la que está en realidad seriamente amenazada-, deben resignar una porción importante de la libertad en la cual estaban acostumbrados a vivir.
Convivencia
Nadie hubiera imaginado hace más de un mes que quienes están, viven, o visitan NuevaYork deberían convivir con guardias nacionales armados y con trajes de combate camuflados en las calles y en los principales lugares públicos -tales como estaciones de subte, de trenes, aeropuertos y cercanías de edificios centrales; tampoco que se establecerían puestos de control de identificación y seguridad en diferentes sitios de la ciudad; o que los automóviles con un solo ocupante serían revisados y detenidos y advertidos de no ingresar al Bajo o Medio Manhattan en las mañanas, y que sus baúles serían registrados.
No parecen estar preparados psicológicamente estos habitantes para ser requeridos de identificación oficial con documento provisto de fotografía para ingresar en edificios de oficina; o para dejar en custodia sus teléfonos celulares si ingresan a tribunales.
Pero esto es así. Estados Unidos está en guerra, y en una guerra especial en la cual el enemigo no tiene territorio propio, carece de nacionalidad, y confiesa que sus ataques obedecen a una expresa instrucción divina destinada a aniquilar a quienes no profesan su religión o no veneren a su Dios. Como aditamento a ese mensaje, agregan que inmolarse y ser eliminados en tal guerra es el mejor beneficio que se les puede proporcionar, ya que les espera una recompensa eterna. Por si alguien en esta ciudad pudiera por momentos olvidarse de lo que está ocurriendo, las pantallas de millones de televisores despliegan en forma continuada centenares de imágenes de la tragedia y de los trabajos de remoción de escombros en los restos del World Trade Center, difunden decenas de declaraciones de expertos y entendidos en guerra bacteriológica, quienes exponen ante los oyentes, que masiva y exclusivamente se han concentrado en la visión y escucha de canales de noticias, los alcances de tales fenómenos, y la consecuencia que pudieran traer.
Más de cinco alarmas en distintos lugares del país, así como trece casos confirmados de personas que sufrieron afecciones por ántrax -algunas de ellas muertasdan sustento a la mediatización de nuevas y potenciales desgracias.
Es una hora difícil para el país todo, pero en especial para el estilo de vida americano. Estos ciudadanos han caído en la cuenta de que deben resignar una parte importante de la libertad de su estilo de vida en beneficio de la seguridad de todos y cada uno de ellos.
Pagar u$s 9.000 por un pasaje de avión en primera clase por un viaje de Nueva York a Buenos Aires en una aerolínea americana dará derecho a comer caviar y a tomar champagne, pero sólo con cubiertos de plástico; y el pasajero probablemente no podrá acceder al exclusivo baño delantero del avión, por motivos de seguridad, debiendo compartir otros baños con pasajeros que pagaron u$s 3.000 menos que él por viajar en clase ejecutiva. Varios controles manuales de equipaje de mano le supervisarán el contenido de sus pertenencias de cabina, y sus familiares no podrán despedirlo ni recogerlo dentro del aeropuerto. El acceso al centro financiero será restringido en medios de locomoción, y cierta información proveniente de los países en los cuales se desarrollan las acciones de guerra o relacionados con los enemigos será previamente editada, y no será emitida en idioma extranjero, también por razones de seguridad.
Impacto
El presidente y el Congreso debaten y se enfrentan respecto del criterio a utilizar sobre el manejo de la información clasificada. Al mismo tiempo comienzan a conocerse algunos números de la tragedia que han impactado: u$s 34 billones en propiedad dañada, u$s 60 billones en costos económicos, 17.000 despidos relacionados con la crisis -esperándose más de 100.000 para junio del próximo año-, u$s 1 billón por pérdida de recepción de impuestos con motivo de la baja de actividad económica en la ciudad de Nueva York, entre otros.
Esto también comienza a preocupar a los americanos. El secretario de Defensa, en un reportaje al ser preguntado respecto de cuándo podría sostener que esto ha acabado, o que el conflicto ha terminado, respondió con una frase que decía algo así como: «...Cuando usted, yo o cualquiera de nosotros pueda abrir la puerta, salir a la calle y estar seguro de que un avión no impactará un edificio...»
Después de lo ocurrido... ¿llegará alguna vez ese día? Todos esperamos que así sea.
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