6 de junio 2002 - 00:00

Mejor no pensar en grandes proyectos

Desde la asunción del actual gobierno, quedó claro que el mejor escenario era uno de administración de crisis. Políticamente, estamos en transición posible y en estos casos cualquier reforma estructural es imposible. Después de un colapso tan grande, es poco lo que puede hacerse sin que la sociedad se expida sobre qué tipo de sociedad y economía se quiere para el futuro. Nadie podía esperar que la salida de un régimen fundacional y permanente (como fue en su momento la convertibilidad) fuera reemplazado de entrada por un nuevo régimen fundacional llamado a durar otra década.

Prueba y error, improvisación, marcha y contramarchas suelen ser los condimentos de estos períodos de transición. Por supuesto que no hacer reformas de fondo y contentarse con medidas puntuales para evitar crisis mayores significa deterioro permanente de la situación general.

En algunos casos y sectores muy críticos (en esta coyuntura está claro que en el sistema bancario dedicarse solamente a parches tiene un riesgo de aceleración inflacionaria muy peligroso), sin duda que hay que hacer algo más que equilibrio. Pero, por otro lado, querer implementar reformas estructurales de fondo en momentos de atomización política, alta incertidumbre económica y alta conflictividad social corre el peligro de quemar oportunidades y buenos proyectos. Esto vale tanto para propuestas pro mercado como antimercado que busquen otro modelo para los próximos años.

• Alto voltaje

Por ejemplo, pensar en una reforma tributaria de fondo, en una nueva ley de coparticipación federal, en la refundación del sistema bancario en momentos de crisis como el actual no sólo no serviría para mejorar la actual situación sino que introduciría alto voltaje de ruido. Por eso es mejor no hacer estas reformas, porque en las pujas políticas y sectoriales se puede quedar peor.

Algo de esto ocurre con proyectos que giran alrededor del régimen previsional. Si alguien quisiera hoy completar la reforma de 1994, eliminando el régimen de reparto estatal y fortaleciendo el privado de capitalización no sólo no conseguiría el necesario respaldo y consenso sino que correría el riesgo de emparchar aun más el actual esquema.

Pero, al mismo tiempo, hay intentos que pretenden aprovechar la actual inestabilidad para dar marcha atrás con la reforma de 1994. Hay proyectos que insisten con darle al afiliado previsional la opción de volver al régimen de reparto. Este proyecto sería inocuo en condiciones normales: la gente ya optó mayoritariamente por el régimen de capitalización y en situaciones lógicas lo volvería a hacer. Pero no es lógica una coyuntura donde las AFJP, después de haber sido inducidas a invertir en deuda pública, estén soportando los costos de un default unilateral y las amenazas de pesificación. Y si simultáneamente el Estado tiene como garantía para financiar el gasto público, un acceso casi ilimitado a la emisión monetaria, está claro que las reglas de juego no son parejas.

Lo mismo vale para otro proyecto que propone suspender por un año los aportes a las AFJP y derivarlos al régimen de reparto. Un proyecto como éste no sólo no se condice con la actual situación sino que eliminaría la única fuente genuina de financiamiento que ha quedado en pie en la economía, tanto para el sector privado como público y no resultaría en ninguna ganancia permanente para la solvencia fiscal de largo plazo. Administrar una transición requiere por lo tanto como prioridad uno evitar la aceleración inflacionaria y que el llamado a elecciones pueda hacerse en medio de una relativa tranquilidad.

Encontrar una solución más o menos definitiva al problema de los fondos acorralados en el sistema bancario es la clave excluyente (no única) de esta tarea. Para el resto de las propuestas, más vale esperar el veredicto de la sociedad y la ingeniería política dispuesta a instrumentarlas. No es la hora ni de profundización ni de marchas atrás respecto de las reformas de los últimos años.

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