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2015, modelo para armar
El Gobierno se refresca en forma y fondo. Amenaza, con los tres pilares de la
gobernabilidad interpelados por el resultado de las
elecciones de octubre, con volver a apoderarse de consignas opositoras y dejar a sus contradictores sin banderas.
Lo que parecía un mar tranquilo hasta este año se revuelve ante los ojos de los que juegan, más cuando se analiza el resultado en distritos peronistas llave en mano como La Rioja, donde el peronismo ganó por una diferencia apenas superior a 1 punto.
El control del voto en los distritos sigue siendo, sin embargo, el activo más importante para el peronismo, que tiene gobernaciones cuyos mandatarios han resistido la pérdida de votos en las PASO y tienen las herramientas para defenderse de la oposición. Ésta tiene control de la administración en muy pocos distritos y su territorio de actuación está reducido al que proporcionan los medios nacionales y al Congreso.
En la Argentina está demostrado que quien ejerce el gobierno tiene las mejores chances de ganar una elección. La oposición, para contrarrestar el dominio de los distritos oficialistas, busca los mecanismos para que se repita el escenario de las elecciones legislativas en las presidenciales de 2015, lo cual lleva al análisis del segundo factor.
La emergencia massista en Buenos Aires alimenta la presunción de que el peronismo puede exponer sus chances de mantener el poder en 2015 si no supera esa división. Nadie imagina que Massa pueda convertirse en el líder nacional del peronismo, pero tampoco es pensable que otros conductores puedan construir con chance ganadora si no recuperan las adhesiones que se fueron con Massa. Cualquier sucesor de Cristina de Kirchner en la jefatura del peronismo tiene que ser capaz de reunificar a esa fuerza en Buenos Aires. El interés de Massa es que ese cisma se perpetúe en el tiempo. No tiene retorno por ahora en el PJ y su principal proyecto (oportunidad, interés, conveniencia) es sostener la fragmentación del peronismo en Buenos Aires, cualquiera que sea el resultado que tenga el Frente Renovador en 2015.
La oposición no tiene, por la variedad de su integración, un liderazgo con el cual se identifiquen todas las fuerzas. Pero se ilusiona con la idea de que un peronismo dividido en 2015 es un rival más débil, que le permitiría ganar como en 1983 o 1999 (ocasiones cuando el peronismo fue a las presidenciales dividido), o por lo menos inducir un balotaje. Aquí reaparece la evocación de 2003, cuando dos candidatos con poco más del 20% de los votos entraron en la frustrada segunda vuelta que ungió a Néstor Kirchner. Si el arco opositor percibe que esto es posible, pueden volver a unirse extremos irreconciliables hasta ahora, como ocurrió con la alianza porteña de 2013 entre Elisa Carrió (abanderada antiperonista) con Pino Solanas (inventor del peronismo tal cual lo conocemos hoy con su cine proselitista de los años 70). El análisis de los liderazgos fracturados lleva al tercer pilar de un proyecto político.
Astuto en la necesidad de asegurar gobernabilidad hasta 2015, el Gobierno se movilizó para el cambio de agenda apenas vio los resultados de las PASO y comenzó la marcha de rectificaciones que acentuaron la asunción de Capitanich con la salida de Guillermo Moreno. La flotación administrada del dólar para licuar el "cepo" en pocos meses más, el desbloqueo de las exportaciones controladas para asegurar precios internos, etc. siguieron a gestos manifestados después de las PASO con el final del ciclo garantista en seguridad en la era Garré al asumir Alejandro Granados como ministro en Buenos Aires y la modificación del techo para el pago del Impuesto a las Ganancias sobre los salarios.
El oficialismo busca con esta agenda rectificada, de cara a lo que viene en 2015, acercarse al humor del voto del 27 de octubre. La oposición celebra ese giro porque lee entre líneas que el oficialismo reconoce que esa agenda era mejor, pero se preocupa porque el nuevo gabinete puede lograr otra vez apoderarse de sus consignas, vaciar otra vez de contenido sus campañas y limitar su acción al rechazo del estilo de aplicación de esos proyectos, algo que siempre es accesorio.
En ese contexto, el país que surgió de las elecciones del 27 de octubre pone de nuevo a todos los actores del proceso político en una línea de largada para los dos años que restan para la renovación presidencial de 2015 en donde nadie tiene hándicap a favor. El reloj retrotrae al país a escenarios más que parecidos al de 2003: las dos fuerzas más importantes con liderazgos fragmentados avisan ya que competirán por afuera de las férulas de PJ y UCR en la ilusión para el tercerismo de que pueden inducir un balotaje. En aquel momento el tercerismo lo representaba Ricardo López Murphy; esta vez, el PRO de Macri. Agrega semejanzas el surgimiento tímido de manifestaciones antisistema que interpelan al esquema bipartidista desde, por ejemplo, el Partido Obrero en distritos como Salta, Capital Federal y Buenos Aires. Esas siglas llaman al voto de quienes buscan escapar, desde todo el arco ideológico, a las pinzas de la dialéctica peronismo-radicalismo. Cualquier ventanilla les sirve para esa protesta a sectores que van desde el estudiantado hasta la clase media urbana. Esa pulsión del ingenio colectivo es otro síntoma de la crisis de los partidos, que son hoy carpetas congeladas en juzgados electorales, y se manifestó en 2001, dos años antes de la presidencial de 2003, en lo que se llamó el voto basura o voto Clemente, que llegó a salir en segundo lugar en el escrutinio de Santa Fe.
Que este escenario acentúe parecidos con lo que pasó hace una década no anula el tiempo transcurrido y lo que el país ha construido en ese lapso para salir de una crisis de gravedad terminal. Pero es resultado de la incapacidad de los dirigentes, los partidos, gobiernos y Estado para reparar lo que causó aquel marasmo de 2003 y que -de manera mitigada, claro- alimenta la incertidumbre hacia 2015. Este factor de la incertidumbre no es un reclamo accesorio: el producto de los políticos se llama futuro y de la certidumbre que ilumine ese futuro depende la previsibilidad y el crédito. País sin certidumbre es país que vive al contado.
La crisis de los partidos precedió a la debacle de 2001, provocó que en 2002 asumiese la presidencia quien había salido segundo en las elecciones que había ganado Fernando de la Rúa (Eduardo Duhalde) y que en 2003 lo hiciese también quien había salido segundo frente a Carlos Menem (Néstor Kirchner). La crisis no es atribuible a los mandatarios que han gobernado en la última década; sí merecen, con el resto de los dirigentes, el reproche de que han hecho poco por superarla. Los candidatos se eligen en listas únicas, se negocian esas posiciones sin casi consulta a los afiliados ni al resto del público. De ese procedimiento surgen mandatarios débiles, que no pueden reclamar sacrificios por la falta de apoyo de quienes los votaron, que no manifiestan compromiso alguno con los elegidos. Esa debilidad de los gobiernos ha generado la administración a la carta que ofrecen los gobiernos, que están más apurados por la pelea para mantenerse en el poder que por servir al interés público.
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