12 de diciembre 2013 - 20:07

2015, modelo para armar

El Gobierno se refresca en  forma y fondo. Amenaza, con los tres pilares de la gobernabilidad interpelados por el resultado de las elecciones de octubre, con volver a apoderarse de consignas opositoras y dejar a sus contradictores sin banderas.
El Gobierno se refresca en forma y fondo. Amenaza, con los tres pilares de la gobernabilidad interpelados por el resultado de las elecciones de octubre, con volver a apoderarse de consignas opositoras y dejar a sus contradictores sin banderas.
La Argentina de 2015 es de nuevo un modelo para armar. El Gobierno se refresca en forma y fondo. Amenaza, con los tres pilares de la gobernabilidad interpelados por el resultado de las elecciones de octubre, 27, con volver a apoderarse de consignas opositoras para hacerlas suyas y dejar a sus contradictores sin banderas. El proceso desnuda constantes de la política argentina, un planeta en el cual la debilidad de todos sus protagonistas los obliga a privilegiar la gobernabilidad por sobre las convicciones. Tampoco es nuevo en los finales de gobierno en el país, que ya conoce cómo el posibilismo termina dominando todas las decisiones: se hace realizable, aunque signifique quebrar el mandato ideológico con el cual se lograron los votos. Le pasó al último Perón de 1954-1955 que pedía capitales para el petróleo y buscaba empréstitos y programas con el FMI, le pasó al Alfonsín privatista de 1987-1989.

El ciclo político de la Argentina de la última década, además, le permite sumarse a los gobiernos terceristas de la región, caracterizados por dos ingredientes: 1) se administra con normas de excepción que llegaron con las crisis y no se fueron jamás, una manera de reforzar a los Ejecutivos ante la devaluación del poder; 2) la generalización del modelo "chinoísta", que propone esa fórmula extravagante que intenta hacer compatible a la economía del mercado con el autoritarismo del estatismo. El mundo termina entendiendo que hay países y regiones en donde ese estatismo convive con las reglas del capitalismo y hay administraciones, algunas de ellas llamadas "populistas", que no son una amenaza al orden global y concede que hay que dejarlas que fluyan con su estilo y sus métodos.

Quienes miran al país para hacer negocios terminan entendiendo que el estatismo es la forma como los políticos compiten con otros emprendedores por las herramientas de poder y que ésa es una pelea incruenta para los mercados. Eso alimenta esa visión que se impone hoy en el mundo de que la Argentina avanza hacia 2015 con una agenda de país más normal e integrado y lejos de las extravagancias de la primera mitad de la década. Ese país, fuera quien fuese quien se haga del poder ese año, se acercará más a la agenda que premiaron los votos en la última elección.

El desafío para 2015 es seguramente tan duro como el de 2003 para los partidos del oficialismo y la oposición. El peronismo termina una década de administración con un resultado electoral que lo fuerza, para encontrar sustentabilidad, a modificar de nuevo su agenda, para acercarla a lo que cree que votó el público en los grandes distritos. Apuesta a que dejar atrás las consignas que sostuvieron sus candidatos lo ayudará a recomponer el voto que apoyó a Cristina de Kirchner en 2007 y 2011. La cercanía de los cambios de gabinete que se hicieron en el mes de noviembre impide percibir cuán profundo es ese cambio de la agenda, que indica la necesidad del oficialismo de reparar los tres pilares de cualquier emprendimiento de gobierno, que son dominio territorial, liderazgo y agenda, que la oposición ha trizado para pelear por el poder en 2015.

  • Dominio territorial. El peronismo que gobierna, del cual el llamado kirchnerismo es un grupo minoritario, ha logrado dos mandatos presidenciales ejerciendo un claro control del voto en los principales distritos del país en elecciones ejecutivas. En las legislativas de 2009 y 2013 sufrió dos derrotas. En las PASO del 11 de agosto y en las generales del 27 de octubre, ese peronismo que gobierna resignó posiciones en todos los grandes distritos, en los que ganaron fuerzas de la oposición interna (el kirchnerismo disidente de Sergio Massa en Buenos Aires, el peronismo ortodoxo de José Manuel de la Sota o el de Juan Carlos Romero en Salta, ganador de la categoría en Diputados y de la minoría en el Senado, la disidencia de los Rodríguez Saá en San Luis o la de Mario Das Neves en Chubut) y externa (PRO en Capital Federal, UCR en Mendoza, Corrientes, Santa Cruz, Catamarca y Jujuy, y en alianza con el PS en Santa Fe).

    Lo que parecía un mar tranquilo hasta este año se revuelve ante los ojos de los que juegan, más cuando se analiza el resultado en distritos peronistas llave en mano como La Rioja, donde el peronismo ganó por una diferencia apenas superior a 1 punto.

    El control del voto en los distritos sigue siendo, sin embargo, el activo más importante para el peronismo, que tiene gobernaciones cuyos mandatarios han resistido la pérdida de votos en las PASO y tienen las herramientas para defenderse de la oposición. Ésta tiene control de la administración en muy pocos distritos y su territorio de actuación está reducido al que proporcionan los medios nacionales y al Congreso.

    En la Argentina está demostrado que quien ejerce el gobierno tiene las mejores chances de ganar una elección. La oposición, para contrarrestar el dominio de los distritos oficialistas, busca los mecanismos para que se repita el escenario de las elecciones legislativas en las presidenciales de 2015, lo cual lleva al análisis del segundo factor.


  • El liderazgo. El final sin reelección en los tres cargos más altos del país (Cristina de Kirchner, Daniel Scioli, Mauricio Macri) ha desatado en todas las fuerzas, ya antes de las legislativas, la discusión sobre el liderazgo. En el peronismo la intención de Scioli por competir por la candidatura presidencial no es pacífica, no porque tenga otros competidores, sino porque esa salida que ocurrió hace casi un año fue un desafío al liderazgo de Cristina de Kirchner, en quien el peronismo sindicó su poder en 2007. A esa interpelación por el liderazgo cristinista se sumó en agosto el salto hacia afuera de Sergio Massa. Sobre el final del año, el asalto a la Jefatura de Gabinete por parte de un integrante de la mesa de gobernadores, Jorge Capitanich, implicó otra ventanilla para discutir liderazgo y desde el mismo día cuando asumió se lo percibe como un candidato potencial del peronismo. A este conjunto se suman otras aspiraciones en el peronismo, como la de De la Sota. Entre todos esos nombres debe resolver el peronismo un referente que, candidato o no a la presidencia, conduzca esa fuerza en las elecciones de 2015.

    La emergencia massista en Buenos Aires alimenta la presunción de que el peronismo puede exponer sus chances de mantener el poder en 2015 si no supera esa división. Nadie imagina que Massa pueda convertirse en el líder nacional del peronismo, pero tampoco es pensable que otros conductores puedan construir con chance ganadora si no recuperan las adhesiones que se fueron con Massa. Cualquier sucesor de Cristina de Kirchner en la jefatura del peronismo tiene que ser capaz de reunificar a esa fuerza en Buenos Aires. El interés de Massa es que ese cisma se perpetúe en el tiempo. No tiene retorno por ahora en el PJ y su principal proyecto (oportunidad, interés, conveniencia) es sostener la fragmentación del peronismo en Buenos Aires, cualquiera que sea el resultado que tenga el Frente Renovador en 2015.

    La oposición no tiene, por la variedad de su integración, un liderazgo con el cual se identifiquen todas las fuerzas. Pero se ilusiona con la idea de que un peronismo dividido en 2015 es un rival más débil, que le permitiría ganar como en 1983 o 1999 (ocasiones cuando el peronismo fue a las presidenciales dividido), o por lo menos inducir un balotaje. Aquí reaparece la evocación de 2003, cuando dos candidatos con poco más del 20% de los votos entraron en la frustrada segunda vuelta que ungió a Néstor Kirchner. Si el arco opositor percibe que esto es posible, pueden volver a unirse extremos irreconciliables hasta ahora, como ocurrió con la alianza porteña de 2013 entre Elisa Carrió (abanderada antiperonista) con Pino Solanas (inventor del peronismo tal cual lo conocemos hoy con su cine proselitista de los años 70). El análisis de los liderazgos fracturados lleva al tercer pilar de un proyecto político.


  • La agenda. El resultado de las PASO y de las elecciones del 27 de octubre no debió sorprender a nadie. La adhesión de más/menos 30% que cosechó el Gobierno, ganando o perdiendo, era ya expresada en encuestas y sondeos y otros géneros del olfato desde hace más de un año. El rechazo de la agenda oficial (dólar, morenismo, ganancias, seguridad) reforzó el voto opositor en los grandes distritos. A ese rechazo se plegó Massa en Buenos Aires, buscando disfrazarse de opositor no por ideología, método o proyecto, sino para atraer sobre sí adhesiones del electorado identificado con la región metropolitana y de las grandes ciudades que apoyó a opositores impugnando la agenda. Este método de acercarse a exigencias de las clases medias de los grandes distritos lo usó el kirchnerismo para asegurarse alguna identificación en los últimos años, promoviendo medidas que figuraban en el pliego de reclamos de la oposición desde la década de los años 90. La estatización de fondos de pensión, de Aerolíneas, de YPF o la ley de Medios fueron todos proyectos del ciclo radical-Frepaso que tenía el apoyo del público porque impugnaba iniciativas del peronismo que privatizó esas marcas.

    Astuto en la necesidad de asegurar gobernabilidad hasta 2015, el Gobierno se movilizó para el cambio de agenda apenas vio los resultados de las PASO y comenzó la marcha de rectificaciones que acentuaron la asunción de Capitanich con la salida de Guillermo Moreno. La flotación administrada del dólar para licuar el "cepo" en pocos meses más, el desbloqueo de las exportaciones controladas para asegurar precios internos, etc. siguieron a gestos manifestados después de las PASO con el final del ciclo garantista en seguridad en la era Garré al asumir Alejandro Granados como ministro en Buenos Aires y la modificación del techo para el pago del Impuesto a las Ganancias sobre los salarios.

    El oficialismo busca con esta agenda rectificada, de cara a lo que viene en 2015, acercarse al humor del voto del 27 de octubre. La oposición celebra ese giro porque lee entre líneas que el oficialismo reconoce que esa agenda era mejor, pero se preocupa porque el nuevo gabinete puede lograr otra vez apoderarse de sus consignas, vaciar otra vez de contenido sus campañas y limitar su acción al rechazo del estilo de aplicación de esos proyectos, algo que siempre es accesorio.

    En ese contexto, el país que surgió de las elecciones del 27 de octubre pone de nuevo a todos los actores del proceso político en una línea de largada para los dos años que restan para la renovación presidencial de 2015 en donde nadie tiene hándicap a favor. El reloj retrotrae al país a escenarios más que parecidos al de 2003: las dos fuerzas más importantes con liderazgos fragmentados avisan ya que competirán por afuera de las férulas de PJ y UCR en la ilusión para el tercerismo de que pueden inducir un balotaje. En aquel momento el tercerismo lo representaba Ricardo López Murphy; esta vez, el PRO de Macri. Agrega semejanzas el surgimiento tímido de manifestaciones antisistema que interpelan al esquema bipartidista desde, por ejemplo, el Partido Obrero en distritos como Salta, Capital Federal y Buenos Aires. Esas siglas llaman al voto de quienes buscan escapar, desde todo el arco ideológico, a las pinzas de la dialéctica peronismo-radicalismo. Cualquier ventanilla les sirve para esa protesta a sectores que van desde el estudiantado hasta la clase media urbana. Esa pulsión del ingenio colectivo es otro síntoma de la crisis de los partidos, que son hoy carpetas congeladas en juzgados electorales, y se manifestó en 2001, dos años antes de la presidencial de 2003, en lo que se llamó el voto basura o voto Clemente, que llegó a salir en segundo lugar en el escrutinio de Santa Fe.

    Que este escenario acentúe parecidos con lo que pasó hace una década no anula el tiempo transcurrido y lo que el país ha construido en ese lapso para salir de una crisis de gravedad terminal. Pero es resultado de la incapacidad de los dirigentes, los partidos, gobiernos y Estado para reparar lo que causó aquel marasmo de 2003 y que -de manera mitigada, claro- alimenta la incertidumbre hacia 2015. Este factor de la incertidumbre no es un reclamo accesorio: el producto de los políticos se llama futuro y de la certidumbre que ilumine ese futuro depende la previsibilidad y el crédito. País sin certidumbre es país que vive al contado.


  • La crisis de los partidos precedió a la debacle de 2001, provocó que en 2002 asumiese la presidencia quien había salido segundo en las elecciones que había ganado Fernando de la Rúa (Eduardo Duhalde) y que en 2003 lo hiciese también quien había salido segundo frente a Carlos Menem (Néstor Kirchner). La crisis no es atribuible a los mandatarios que han gobernado en la última década; sí merecen, con el resto de los dirigentes, el reproche de que han hecho poco por superarla. Los candidatos se eligen en listas únicas, se negocian esas posiciones sin casi consulta a los afiliados ni al resto del público. De ese procedimiento surgen mandatarios débiles, que no pueden reclamar sacrificios por la falta de apoyo de quienes los votaron, que no manifiestan compromiso alguno con los elegidos. Esa debilidad de los gobiernos ha generado la administración a la carta que ofrecen los gobiernos, que están más apurados por la pelea para mantenerse en el poder que por servir al interés público.

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