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El público hace ya rato que está votando
Ahí terminan los consuelos. La decisión de Néstor Kirchner de anticipar las elecciones apresuró la demanda de dólares, porque exhibió las debilidades del Gobierno, que ha buscado no sólo una jugarreta electoral. La estrategia busca achicar los daños de 2009 y, en todo caso, recibir dos golpes en lugar de uno. La puja con el campo no puede sino ahondarse. Sigue creyendo el Gobierno que hay más de u$s 3 mil millones en granos retenidos por los productores y que eso redobla la presión por el dólar. No termina de convencerse Kirchner de que se trata de una decisión de negocios del sector a la espera de mejores precios o de una baja de los impuestos a la exportación.
Prefiere creer que, además, quieren hacer política debilitando al Gobierno, a costa de perder mucho dinero. Es difícil imaginar esta conducta, porque los negocios siempre se adaptan a la política; más difícil aún es sostener que haya productores que pierdan sumas millonarias en negocios para pagar un proyecto político que no tiene expresión partidaria. Poner agrocandidatos en las listas saldría mucho más barato que suspender esas ventas. Tampoco aparecen en las nóminas esos agrocandidatos, al menos para compensar la presencia de los agrocandidatos del Gobierno (legisladores y dirigentes que son productores agropecuarios, pero que se guardan bien de decírselo a sus votantes).
Kirchner ha buscado unificar sus dos escollos -la crisis económica, la elección de octubre- en una sola fecha. Por primera vez desde 2001, se discute en público la posibilidad de que el resultado electoral juegue la suerte de un Gobierno. El oficialismo se resigna a que cederá bancas en las dos cámaras y pelea ya para instalar la idea de que la puja es por la cantidad de distritos ganados o por la suma neta de sufragios.
Se arriesga, además, a presentar la elección como el plebiscito sobre la administración. No ocurría desde 2001, cuando la Alianza fue a las urnas y a los dos meses caía Fernando de la Rúa, y con él, la convertibilidad. O desde 1997, cuando la victoria de Graciela Fernández Meijide terminó con el sueño de poder de Eduardo Duhalde, arrastrado por el rechazo del público al ciclo peronista abierto en 1989.
La decisión de juntar dos conflictos en uno (éste de marzo, pelea contra el campo; y la elección que iba a hacerse en octubre) no mitiga la percepción de debilidades que el Gobierno compensa con fintas de área chica: apurar a los candidatos de la nueva política opositora a quienes sorprende en el sauna y con la toalla en la cintura. Es decir, sin los papeles en orden, muchos sin inscripción partidaria, sin previsiones de fondos para la nueva fecha, forzados a decidir candidatos sin debate interno.
También nacionaliza la pelea cuando los partidos de la oposición -muchos de los cuales aún no pueden mostrar juntos a sus dirigentes por peleas de marquesina- habían elegido la estrategia de provincializar la elección y disfrazar así sus incompatibilidades de cartel. Del mismo modo, busca interceptar el drenaje de dirigentes que entre ahora y octubre le producía el peronismo disidente en la provincia de Buenos Aires, o fuerza la pelea Macri-Carrió (las dos fuerzas dominantes en la Capital Federal) que podría haber quedado diluida si se hubieran votado legisladores en junio y diputados nacionales en octubre.
El adelanto también consagra el sistema de representación acuñado por el peronismo: en la Argentina, los candidatos no los elige la sociedad desde abajo, a través de los partidos, sino que los nomina - como en la casa de «Gran Hermano»- el poder desde su cumbre. O el Gobierno arma listas a dedo y sin consultas internas con funcionarios prestigiosos a la cabeza, o los jefes de la oposición dictaminan quiénes irán en sus nóminas según su instinto, su encuesta o su entorno personal.
Por eso dice que Kirchner pone a Sergio Massa o lo saca, o que Mauricio Macri pone o saca a Gabriela Michetti, o que Elisa Carrió pone o saca a Alfonso Prat-Gay. En la Argentina, la democracia es un sistema que no previó la existencia de este estilo peronista -imitado por los caciques de la nueva política- de nominar candidatos desde lo alto el poder, las encuestas y el dinero, como si fuera el casting de «Bailando por un sueño».
Es la desgracia más grande del sistema de representación en la Argentina, que pone en la góndola de cada elección a postulantes de máxima debilidad, sin respaldo popular, sin exigirles programa o compromiso previo sobre lo que van a hacer. ¿Cómo el votante le va pedir cuentas al elegido por lo que hizo si éste no se comprometió a nada?
El resultado son Ejecutivos y Congresos más débiles, integrados por cuentapropistas de la política que se autodesignan candidatos o son puestos por voluntad del responsable del casting. Asumen la plena libertad de hacer lo que quieran, sin poder ni consenso alguno. Por eso, ante la primera dificultad, no hay quien los defienda, nadie que dé la vida por ellos.
Ésa es la razón de que los gobiernos en la Argentina caigan con tanta facilidad. No es veleidad de país rico que los Estados Unidos gasten centenares de millones de dólares para construir el poder de sus representantes. Cuando un candidato llega al poder con el respaldo de unas primarias que expresan la voluntad de infinidad de personas, puede emprender proyectos y cambios, muchas veces en contradicción con la encuesta del día. Los hace inamovibles y poderosos ese consenso que ganaron en el debate dentro de los partidos.
La prueba de raquitismo extremo del sistema argentino la da el hecho de que el Gobierno no pudo llamar este año a sesiones extraordinarias en el Congreso. Las extraordinarias son el gran recurso que tiene el Poder Ejecutivo para que el Congreso trate sólo los proyectos que éste quiere. Si abría el Gobierno las cámaras -aunque fuera atadas a una lista acotada de proyectos-, se exponía al esmeril del debate sobre temas pendientes (campo, Aerolíneas, jubilados, subsidios) que hubiera deteriorado más su perfil electoral.
Lo demás es literatura, que también desnuda flaquezas. Como el proyecto de reparto de una parte de las retenciones a la soja, que es el primer gesto en seis años de Kirchner de compartir algo con alguien..Las provincias, a través de los legisladores, le dieron desde 2003 todo lo que el ex presidente había pedido (superpoderes, presupuestos creativos, cuotas de coparticipación) y nunca recibieron nada a cambio. La decisión oficial de compartir el 30% de la renta sojera pone al Gobierno como miembro de una cooperativa a la que no había querido entrar desde que asumió el poder.
Vale más como gesto político que como solución de caja, que es lo primordial en este round. Ilusiona al Gobierno ganar nuevos socios como quien conquista un nuevo amor; apenas compra algo de afecto societatis por parte del padrón más esquivo de la política, que son los gobernadores, siempre atentos -de manera excluyente- a su necesidad de retener poder en sus provincias a costa de cualquier pirueta. Llegado el caso, hasta podrían olvidar rápidamente ese triste amor por el que recibieron dinero, y sin que les corra el rímel por las mejillas.
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