21 de enero 2014 - 00:00

Elba Bairon subvierte la belleza clásica en obras fantasmales

La muerte es una presencia insoslayable en las esculturas que conforman el fantasmal universo que Elba Bairon creó para exhibir en el Malba y, sin embargo, reina en la muestra una sensación de dulzura.
La muerte es una presencia insoslayable en las esculturas que conforman el fantasmal universo que Elba Bairon creó para exhibir en el Malba y, sin embargo, reina en la muestra una sensación de dulzura.
Hasta el final del verano el Malba presenta una muestra de la escultora Elba Bairon, una serie de obras de factura reciente cuya producción financió el Museo.

Desde lejos, en la sala de la planta baja se divisan unas figuras blancas que traen el recuerdo de estatuaria clásica realizada en mármol, de aquellas esculturas que se agrupan en los grandes museos, desde el Paseo de la Signoría al Louvre o el Metropolitan de Nueva York. No obstante, al acercarse, los rasgos de las figuras son tan indefinidos que se tornan fantasmales. Las estatuas, inquietantes como espectros, no muestran su identidad. Es preciso adivinar quiénes son esos personajes o, más bien, quiénes serán o quiénes fueron esos seres modelados en un material semejante al mármol cuya base es la pasta artesanal de papel.

Las facciones de los personajes están borradas y hasta el tiempo se vuelve difuso. No obstante, los contornos de las siluetas delatan formas femeninas, juveniles, adolescentes y hasta infantiles. Miradas desde la distancia, las esculturas seducen con su arraigo a la historia de esta disciplina. Desde cerca ese perfil de la tradición escultórica se desdibuja. Ese ir y venir desde la distancia a la cercanía genera cambios en la percepción y, bien podría asociarse a al camino que recorre la figuración para llegar a la abstracción. Pero cualquiera sea el punto de vista que adopte el observador, la belleza es una presencia constante. La atracción que ejerce la belleza equilibra el rechazo que provoca enfrentar la idea de la muerte. Claro, entre uno y otro punto de vista se produce un cambio abrupto, el pasaje del canon de la belleza clásica que hoy resguardan los museos, al modelo ambiguo de la belleza contemporánea. Bairon ofrece la belleza que sobrevive después de que Duchamp pusiera un mingitorio en la sala de exhibiciones. La artista subvierte el modelo del clasicismo para incorporar lo bello en su extraño universo ultraterreno.

Teo Wainfred, en el estupendo y poético ensayo del catálogo, habla de un mundo dormido o congelado, y compara las figuras con las estatuas de sal, con la mujer de Lot. La muerte es una presencia insoslayable y, sin embargo, reina en la muestra una sensación de dulzura. Acaso por la ternura de algunas maternidades.

Entre los pobladores del limbo de Bairon hay una figura yacente con un conejo en su pecho. El montaje exacerba la belleza encarnada en esa mujercita blanca. La escultura descansa sobre el piso y se refleja en el cristal que separa la sala del espejo de agua del Malba. El cuerpo vuelve a reflejarse en el agua, flota como la Ofelia de Hamlet y se mueve con el suave oleaje del agua. Las formas se desmaterializan, efecto que se acentúa debido a la blancura de las obras y la sala. En el piso hay unos templos blancos con escaleras, su poder evocativo es difuso y su sentido acaba por tornarse indescifrable. Hay entre las figuras alguna con un cordero, símbolo religioso por excelencia de las almas que acompañan al buen Pastor.

Wainfred sostiene en su texto que la creación es, "ante todo, un sólido acto de fe. Por lo ciego del acto. Y porque en definitiva, todo artista apunta a lo absoluto. Tiene la mirada puesta en lo eterno. Mira por el rabillo del ojo al mundo a través de su propia obra". En cierto modo, Wainfred describe la dificultad de definir con certeza el significado de los mensajes de Bairon, cuando dice: "Elba es la única que conoce los antecedentes de estas imágenes. Qué cosas ha traído hasta aquí.

Con su bajo perfil, Bairon, que nació en La Paz, vivió en Montevideo y está radicada desde 1966 en Buenos Aires, es una de las figuras más intensas del grupo que surgió del Centro Cultural Rojas en la década del 90. En su obra perduran las connotaciones subjetivas e intimistas de aquellos años. Pero la estética decorativa de las formas que en ese entonces brotaban por las paredes, hoy ha desaparecido. Lo que perdura es la marca en el orillo que llevan todas las piezas que pasaron por sus manos, y que las tornan de inmediato reconocibles.

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