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¿Las últimas elecciones?

Antes Duhalde decía: son peronistas y piden elecciones internas, ¿por qué si Perón nunca hizo internas? Cuando lo apretaban, agregaba: ¿quieren internas con estos padrones de porquería? (Eran los mismos que usaba para ser gobernador y senador-presidente). La novedad es la desobediencia gandhiana, aquella que protestaba entrando por la puerta que decía salida, sacar provecho de lo que no está prohibido para eludir el dictamen de las urnas en prevención de un resultado negativo.
Agrega argumentos para el apocalipsis que se haya abierto una nueva era: el despotismo electoral. Los candidatos en la Argentina ya no surgen, salvo alguna excepción radical, de abajo hacia arriba como fruto del debate en los partidos en la sociedad. Los designa el poder de arriba hacia abajo como otra forma que encuentra la casta de los políticos para cubrirse de las agresiones del mercado. El electoral es en la Argentina también un mercado protegido.
El relato de las primarias es de los caciques partidarios bautizando candidatos. Fue Kirchner con Cristina en 2007, pero también y desde hace tiempo todo el arco de la neopolítica: Macri, Carrió, antes Béliz, hoy Solanas y Ripoll. Los únicos que hacen algo parecido a una interna son los radicales. Esa tendencia a la autoprotección se inspira en las doctrinas despóticas de la vanguardia iluminada o del redencionismo político que justifica también las dictaduras. Representamos a los pobres, dicen los caciques unánimes de oficialismo y oposición sin mostrar el CUIT y declarando la emergencia perpetua para justificar sus excesos.
¿De qué sirven las campañas en un régimen que no construye candidatos desde la sociedad, sino que hace bajar nachas y michettis del palacio? Sólo a hacer pasable la medicina: la tecnología electoral trata de llamar la atención sobre ciertas figuras ante un público que ya votó antes de las elecciones. Publicita candidatos de góndola que no tienen compromiso con construcción colectiva alguna. El público no resuelve la elección en la campaña, más en el país del debate permanente, que ha discutido durante año y medio todo y donde el público ya votó.
Los modelos de otros países que se evocan a veces como deseables para remediar estos entuertos no sirven mucho. En EE.UU., el ejemplo que dicen algunos querer imitar en una reforma que nunca llega, los partidos gastan fortunas en la construcción de candidatos. Eso les da a los gobiernos una fortaleza descomunal si se la compara con la debilidad de las administraciones argentinas. Pueden declarar guerras (Bush) o estatizar bancos en crisis (Obama) sin tambalear; en el país, un Gobierno puede bascular por una manifestación Blumberg, un piquete entrerriano o el incendio en una disco. Una diferencia, arriba de Obama no hay nadie; abajo de Obama hay millones de electores. En la Argentina hay un padrino arriba de cada candidato, pero abajo no hay nadie que lo aguante en una crisis. El votante allá se comprometió, antes que nada con el bolsillo: el apoyo a Obama fue ponerle una moneda. En la Argentina el candidato es débil desde la cuna; sin apoyos, sin nadie abajo, al primer traspié de gobierno se cae. Lo voltea la sociedad misma que lo puso en el cargo ante el primer traspié.
¿Tiene remedio? Seguramente, el futuro es del dirigente que se anime a construir poder desde abajo. Que sepa buscar el voto de la gente que guste de él en donde esté. Eso lo permite hoy la tecnología; lo ilustra el modelo Obama. En la Argentina el candidato trata de llamar la atención de un electorado estático; Obama gana, en cambio, porque va a buscar al público donde estaba, postulando en un país de voto voluntario (la clave de cualquier democracia eficiente) las nuevas reglas del mercado del «Long Tail»: no vender mucho de poco, sino poco de mucho. (Chris Anderson, «The Long Tail: Why the Future of Business is Selling Less of More», N.Y., Hyperion, 2006). Ir a buscar el voto nuevo en donde esté, no repintarle la cara a Díaz Bancalari para hacerlo parecer como un neopolítico que no es.
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