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Otra herencia oculta de la Concertación
Chile ranquea alto en la lista global de países con una mayor proporción de presos sobre la población total y en Sudamérica ocupa el segundo lugar. De acuerdo con el Centro Internacional de Estudios Carcelarios del Kings College de Londres, dicha tasa alcanzaba en 2008 a 279 por cada 100 mil habitantes, sólo superada en la región por Surinam. Eso es, además, más del doble que el promedio mundial, de 125 reclusos por cada 100.000 habitantes, y con una tendencia en crecimiento.
Esto ha llevado a situaciones de severo hacinamiento carcelario que, en el caso de San Miguel, jugaron un rol central en el desastre.
La cantidad de detenidos en la cárcel siniestrada casi duplicaba lo tolerable, admitieron las autoridades. Impacta comprobar, mediante una simple búsqueda en internet, las advertencias acerca de los peligros que entrañaba el hacinamiento en San Miguel. Las advertencias no atendidas, son, se sabe, la causa más directa de los desastres.
Esta falencia fue admitida en una remarcable conferencia de prensa improvisada por el ministro de Justicia de Piñera, Felipe Bulnes, tras llegar al lugar de la tragedia. Además de vincular el desastre con el hacinamiento acumulado durante décadas (un mensaje a la Concertación), habló de «una agenda de derechos humanos en el sistema carcelario» demasiado postergada, se negó a refrendar la versión dada por los gendarmes del inicio del incendio y de su rol en las tareas de socorro, y cuestionó sin ambages una rareza local: el régimen de cárceles concesionadas que lanzó Ricardo Lagos en 2000.
El objetivo de la privatización carcelaria fue, ya entonces, terminar con el hacinamiento de los presos y la precariedad de las condiciones de trabajo de los gendarmes. Por lo visto, el sistema, pensado como un modelo para la región, no cumplió con sus objetivos.
El Gobierno de Lagos contrató la construcción de diez unidades carcelarias, a un costo aproximado de u$s 260 millones a pagar por el Estado.
Los contratos establecían que el Gobierno se haría cargo de la vigilancia de los nuevos penales (de mediana y alta seguridad), mientras que las empresas privadas realizarían, a cambio del cobro de un canon, el diseño, la construcción y el mantenimiento, además de responsabilizarse por la administración general y la alimentación, la salud y las actividades educativas y laborales para la reinserción social de los reos.
Comisión
En agosto del año pasado, la Cámara de Diputados aprobó el informe de una comisión investigadora que responsabilizó a Lagos y a sus ministros de Obras Públicas Javier Etcheberry, Jaime Estévez y Eduardo Bitrán, por las falencias en la aplicación del proyecto, que supusieron para el Estado fuertes pérdidas en concepto de pagos que duplicaban el avance de las obras, litigios, indemnizaciones y gastos no previstos.
De las diez cárceles proyectadas, la construcción estaba entonces paralizada en cuatro, una estaba directamente abandonada y otra, en proceso de nueva licitación.
Las condiciones de habitabilidad en los nuevos penales terminados son mucho mejores que en los tradicionales, según una auditoría realizada en enero, que además identificó «grandes avances» en materia de tareas laborales para los reclusos encargadas por el Gobierno a los concesionarios.
Sin embargo, la inspección de la Comisión Defensora Ciudadana indicó, entre otras insuficiencias, que «ya se observa que las cárceles concesionadas operan a 119% de su capacidad. Es decir, 1% debajo del límite legal que obligaría al fisco a pagar una multa diaria al prestador. Aun cuando este sobreuso dista del registrado en penales tradicionales, ese 19% significa que hay celdas individuales (de seis metros cuadrados) que deben ser habitadas por dos reclusos».
Evitar la saturación de las cárceles privadas, y el consiguiente pago de multas a los empresarios que las administran (por caso, en 2008 se debieron abonar por ese concepto u$s 700.000 al grupo francés Vinci, concesionario del penal Santiago I), explica, a falta de creación de infraestructura estatal, la superpoblación extrema de cárceles como la de San Miguel.
El año que termina está marcado por la tragedia para Chile. El terremoto y el tsunami que lo siguió, poco antes de la asunción de Piñera, dejaron casi 500 muertos y acusaciones de negligencia en el instituto encargado de dar el alerta a la población costera.
El accidente que mantuvo 69 días bajo tierra a 33 mineros en Copiapó terminó en un rescate épico y en un fuerte repunte de la imagen del nuevo presidente, pero desnudó graves falencias en materia de legislación laboral, una evidente precariedad en las condiciones de trabajo y fallas en la fiscalización estatal en un sector esencial de la economía chilena. Los dardos del piñerismo apuntaron en este tema a un centroizquierda que gobernó veinte años demasiado preocupado por las necesidades del sector empresarial y que nunca se atrevió a ser lo suficientemente reformista, traicionando su supuesto ADN. Que un centroderecha moderno se apropie con inteligencia de las banderas más básicas del progresismo es un hecho que tendrá implicancias políticas todavía difíciles de mensurar.
El incendio de la cárcel de San Miguel, en tanto, expone un problema de inseguridad creciente, que explicó en alguna medida el agotamiento del proyecto político de la Concertación, y de un consiguiente hacinamiento en las cárceles del país, gestionadas a través de un sistema público-privado de resultados al menos opinables.
Postales de un Chile con logros y carencias, idealizado tantas veces, pero que, como todo el vecindario que lo circunda, sigue estragado por problemas propios de un subdesarrollo que no termina de superar.
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