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Skakespeare, cuanto más austero, mejor
En la versión de Lautaro Vilo y Rubén Szuch -dirigida por este último-, el texto de Shakespeare fluye con claridad gracias a la ausencia de arcaísmos y de expresiones pomposas, tan habituales en las traducciones al español. «Rey Lear» es una pieza difícil de llevar a escena con su compleja sumatoria de géneros teatrales, historias en paralelo y ciertos procedimientos dramáticos que hoy pueden resultar muy ingenuos. La puesta de Szuchmacher se circunscribe a un guión muy austero que no pierde de vista la intriga principal evitando así que ésta se diluya en conflictos secundarios y conserve su dinamismo de principio a fin. No hay molestos apagones entre escenas, los juegos de palabras conservan su atractivo y se ha valorizado el uso del humor y la ironía, dos herramientas que permiten apaciguar los hechos más funestos y en cierto modo realzan el amargo lirismo con que Shakespeare reflexiona sobre la estupidez humana.
El insensato Lear no tiene mejor idea que repartir su reino entre sus dos hijas mayores, hipócritas y aduladoras, luego de repudiar a la menor que lo ama sinceramente, pero no hace alarde de ello. A partir de allí sufre una serie de desplantes, traiciones y asesinatos que, además de privarlo de su corona, lo obligan a vagar como un paria en compañía de su fiel bufón (Roberto Castro), el único que se atreverá a reprocharle el haber envejecido sin sabiduría.
Alfredo Alcón compone a un Lear de reconocible humanidad: capaz de irritar con su terquedad de viejo caprichoso y de suscitar una creciente piedad cuando todo el universo se le vuelve en contra. El actor se maneja con mayor soltura en las escenas tragicómicas (las más fieles al perfil de su personaje) que en aquellas en las que Lear funciona como un pararrayos que atrae todas las desgracias.
En su escena más lograda integra un trío payasesco junto a su bufón y a Edgard (Joaquín Furriel), el hijo de Gloucester, disfrazado de ermitaño loco para huir del malévolo complot de su hermanastro Edmund.
El episodio de la tormenta y el del falso suicidio de Gloucester (Roberto Carnaghi) no resultan del todo creíbles, debido al limitado accionar físico de los actores. Da la impresión de que los bancos instalados en el escenario le quitan libertad a sus movimientos.
La escenografía de Jorge Ferrari dibuja una geometría abstracta realzada con proyecciones lumínicas, en la que pueden adivinarse algunos signos inherentes a la obra.
La potencia del texto shakesperiano permite pasar por alto algunas actuaciones de escaso relieve. Las tres hijas de Lear son criaturas apenas más complejas que «Cenicienta» y sus hermanas; en cambio, Edmund (muy buen trabajo de Juan Gil Navarro) con sus dobleces y simulacros, es un rol soñado para cualquier actor.
La abundancia de fechorías y peripecias que alimentan la acción no impiden disfrutar de las poéticas reflexiones de su autor. Sirva de ejemplo la atinada advertencia que pone en boca de Edgard sobre el final: «Los viejos soportaron muchas cosas; nosotros, que somos jóvenes, nunca vamos a ver todo lo que ellos vieron, ni vamos a vivir tanto tiempo.»
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