La industria del management ha reducido el liderazgo a un conjunto de habilidades: hablar en público, delegar, motivar, alinear KPIs. En tiempos de estabilidad, esas destrezas permiten sostener la eficiencia. Pero cuando el entorno se desintegra, cuando los procedimientos ya no explican lo que ocurre y el lenguaje institucional se vacía, lo que se vuelve decisivo no es la ejecución, sino la interpretación del sentido.
Liderar cuando todo colapsó
Cuando el procedimiento ya no alcanza, cuando los expertos no se animan a hablar y el equipo espera una señal, no se necesita un administrador. Se necesita alguien que entienda que la decisión no es una anomalía. Es la esencia del liderazgo.
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Ante una crisis estructural, el liderazgo técnico deja de tener margen. Y el líder, quiera o no, entra en el terreno de la política.
Ahí se rompe la fantasía de que el liderazgo es una técnica replicable. Toda organización atraviesa, tarde o temprano, un punto de quiebre. Una crisis estructural que no puede resolverse aplicando el protocolo, porque el protocolo fue diseñado para otra época. En ese momento, el liderazgo técnico deja de tener margen. Y el líder, quiera o no, entra en el terreno de la política.
Carl Schmitt lo explicó con crudeza: la esencia de lo político se revela en el momento de la excepción, cuando no hay norma que rija y alguien debe decidir. En ese umbral, el liderazgo no se define por la obediencia a un procedimiento, sino por la capacidad de actuar cuando ya no hay reglas aplicables. “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”, escribió. Y toda institución -no solo los Estados- tiene su propio estado de excepción.
Por eso, aunque se niegue o se disfrace, todo liderazgo es político. No importa si ocurre en el Congreso o en una empresa, en un gabinete de ministros o en una gerencia de operaciones. Donde hay poder, conflicto, desacuerdo y decisión, hay política. Y donde hay política, se necesita otra clase de preparación: no técnica, sino reflexiva.
El management evitó esa conversación. Prefirió formar líderes “profesionales”, entrenados para gestionar procesos y moderar reuniones. Figuras eficientes para contextos normales, pero inservibles cuando el orden se rompe. Lo vemos en organizaciones que atraviesan colapsos internos sin conducción real: con gente capacitada para ejecutar tareas, pero nadie preparado para asumir la carga de decidir sin garantías.
Liderar no es repetir un modelo exitoso
La política -en el sentido fuerte del término- empieza donde terminan los manuales. Lo sabía Aristóteles, que escribió sobre la phronesis: la prudencia como virtud práctica del juicio en situaciones complejas. A diferencia del conocimiento técnico (techne), que opera sobre lo predecible, la prudencia exige interpretar lo singular, lo ambiguo, lo no reglado. No busca aplicar reglas, sino deliberar sobre lo mejor posible en condiciones inciertas.
Por eso, liderar no es repetir un modelo exitoso. Es ejercitar el juicio. Es saber cuándo una decisión, aun imperfecta, es preferible a la parálisis institucional. Es animarse a pensar en voz alta cuando los demás solo repiten frases vacías.
Antonio Gramsci, desde la cárcel, hablaba del interregno: ese tiempo histórico donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Es ahí donde surge el monstruo, pero también donde puede surgir el liderazgo auténtico. No el que ordena, sino el que orienta. No el que controla, sino el que nombra lo que ocurre cuando nadie se anima a decirlo.
Ese tipo de liderazgo no aparece en los tests de personalidad ni en las certificaciones de coaching. No se trata de carisma ni de inteligencia emocional. Se trata de una voluntad de responsabilidad frente al caos. De una capacidad de sostener conversaciones que no tienen respuestas correctas. De una disposición a asumir el costo de decidir cuando todos miran para otro lado.
Lincoln lo hizo en la hora más oscura de Estados Unidos. No porque tuviera certezas, sino porque tuvo carácter. No porque supiera cómo terminaría la guerra, sino porque supo que era necesario resistir el cinismo del cálculo y el pánico de la improvisación. Su legado no fue un método, sino una manera de habitar el conflicto sin negar su densidad moral e histórica.
Frente al colapso, el liderazgo no puede ser instrumental. Tiene que ser interpretativo. Tiene que leer la situación, no solo medirla. Tiene que construir sentido, no solo indicadores.
Negar esa politicidad es una ingenuidad peligrosa. Creer que se puede liderar sin asumir el conflicto, sin deliberar públicamente, sin nombrar el malestar, es condenar a la organización a una parálisis disfrazada de profesionalismo.
Porque cuando el procedimiento ya no alcanza, cuando los expertos no se animan a hablar y el equipo espera una señal, no se necesita un administrador. Se necesita alguien que entienda que la decisión no es una anomalía. Es la esencia del liderazgo.
* Analista y Director de mentorpublico.com. X: @tanovazquezok
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