El espejismo de los números: familias necesitan $1,2 millones mientras el mercado festeja
La inflación baja, pero por falta de demanda. Los bancos ganan con tasas subsidiadas mientras el salario real cae y la pobreza alcanza récord histórico.
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La canasta básica aumentó 3,1% en octubre, mientras el consumo cae y los salarios se rezagan frente a tarifas que suben como activos financieros.
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La canasta básica trepó 3,1% en octubre y una familia tipo necesitó $1.213.800 para no ser pobre. A pesar de esto, los bancos se reinventaron como gestores del ajuste. Mientras el crédito al sector privado crece apenas 0,6%, las entidades financieras disfrutan de tasas pasivas subsidiadas, baja de encajes y operaciones garantizadas por el propio Estado. La “reversión del apretón monetario” -eufemismo oficial para el relajamiento selectivo- funciona como transferencia de ingresos; la política monetaria deja de ser instrumento de estabilidad para convertirse en fuente de rentabilidad cuasi fiscal.
Los bancos ya no intermedian entre ahorro e inversión, sino entre déficit público y liquidez privada. Su negocio no depende de la economía real, sino de la contabilidad de la Tesorería. En otras palabras, son el puente entre el Estado que no emite y el mercado que no invierte.
El ciudadano como último tenedor del riesgo
Y, como siempre, alguien paga la fiesta. Los perdedores del espejismo son los que no tienen acceso al lenguaje que lo sostiene. Mientras los informes celebran la “moderada recuperación de la actividad”, el consumo cae, los salarios se rezagan y los servicios esenciales suben como si fueran activos bursátiles:
- Luz y gas: +3,8%
- Prepagas: +2,8%
- Alquileres: +42%
- Transporte: más de $500 por boleto.
El ciudadano no es parte del mercado; es su colateral moral. En la nueva narrativa económica, la pobreza se traduce como “transición estructural”, la recesión como “desaceleración esperada”, y la precariedad como “efecto base”. El lenguaje técnico se vuelve anestesia; lo que no se nombra, no duele.
En síntesis, los ganadores del espejismo son los mismos de siempre, pero mejor vestidos. Son los herederos del rentismo, ahora maquillados con jerga global. El modelo Milei-Caputo no redistribuye riqueza; redistribuye relato. La economía argentina se convirtió en un sofisticado dispositivo de extracción simbólica; las palabras generan valor y las cifras lo legitiman. Mientras los números cierran en PowerPoint, el país se abre en canal.
El espejismo, por tanto, no es un error; es un modelo de dominación por narrativa. El truco consiste en lograr que la ilusión se vea técnica, inevitable y moralmente correcta. Y lo están logrando.
La otra Argentina: inflación estructural, dolarización social y pobreza financiera
Mientras los titulares celebran la “desinflación sostenida”, los supermercados se transforman en laboratorios de antropología económica. Allí, entre góndolas semivacías y precios que cambian como cotizaciones, se percibe la distancia sideral entre la estabilidad que cotiza en Wall Street y la que no existe en el changuito de cada familia. El pueblo argentino vive, una vez más, en la paradoja perfecta; el país de los bonos que suben y las heladeras que bajan.
La economía oficial muestra gráficos descendentes; la inflación mensual se reduce al 2,5%, cuando la serie empieza 10 meses atrás; el tipo de cambio se “ancla”, la tasa baja. Pero ese relato ignora la dimensión estructural del despojo. La inflación, como la deflación; no es fenómenos exclusivamente monetarios; sino régimen de transferencia de ingresos. En Argentina, cada punto de “desinflación” se paga con caída del salario real, contracción del consumo y aumento de la desigualdad. Es el ajuste perfecto: invisible, técnico, inodoro.
La pobreza financiera -esa forma posmoderna de exclusión- ya no se mide en ingresos, sino en acceso al sistema de arbitraje. El ciudadano común no puede dolarizarse, no puede hacer carry trade, no compra futuros ni bonos dólar linked. Su única cobertura es la supervivencia. Mientras los informes celebran la caída del riesgo país, el argentino medio vive en “riesgo permanente”, expuesto a una estructura de precios que se reajusta todos los meses según la sensibilidad del mercado y no según su salario.
El resultado es una sociedad dolarizada en la cabeza y precarizada en el bolsillo. El dólar dejó de ser una moneda; es un estado mental. La gente piensa, sueña y calcula en dólares, aunque cobre en pesos. La conversión psicológica es total; se habla de “precio dólar”, “renta dólar”, “auto dólar”, incluso “felicidad dólar”. La economía argentina ya no está bimonetaria; está bicerebral. Un hemisferio opera en la ficción del peso, el otro en la fe del dólar.
La dolarización social es el síntoma más profundo de la crisis de confianza. No es un capricho ni una manía cultural; es una forma de autodefensa ante un Estado que perdió toda credibilidad como garante de valor. Cada familia, cada pyme, cada trabajador que guarda sus ahorros en billetes verdes está expresando, a su modo, un voto de censura.
El ahorro dejó de ser una práctica económica; se convirtió en un gesto político.
Mientras tanto, el discurso oficial sigue hablando de “recuperación de la actividad”, “ventana de oportunidad” y “moderado optimismo”. Los datos, sin embargo, describen otro país:
- Recaudación real cayendo -3,5%,
- IVA DGI se derrumba -5,9%,
- Desplome del consumo privado,
- Gasto público 23% menor que en el período postpandemia de Alberto Fernández,
El Estado se jacta de no emitir, pero emite otra cosa; desigualdad estructural. El ajuste no recae sobre los mercados, sino sobre las personas. Las tarifas suben como si fueran activos financieros: la luz, el gas y el transporte se comportan como futuros; la salud y los alimentos, como commodities; el salario, como un bono basura.
El lenguaje tecnocrático vuelve a cumplir su función anestésica. Cuando se habla de “alineamiento tarifario”, se oculta que las familias pagan entre 30 y 50% más por servicios básicos y que la famosa gaseosa en la Argentina es la más cara del mundo. Cuando se menciona la “liberación del mercado de alquileres”, se disfraza el colapso habitacional que empuja a miles al endeudamiento informal. Y cuando se celebra la “disciplina fiscal”, se omite que esa disciplina implica renunciar a la redistribución como política de Estado. El mercado festeja porque el ciudadano perdió.
La inflación baja no porque haya estabilidad, sino porque ya no hay demanda.
El consumo se desplomó tanto que los precios se detienen por falta de compradores.
La “victoria sobre la inflación” es, en realidad, una derrota silenciosa del salario.
La economía deja de moverse, no por equilibrio, sino por agotamiento.
El país está en paz porque está exhausto.
Appadurai diría que vivimos bajo un régimen de financierización de la esperanza; el pueblo ya no espera un futuro mejor, sino un dólar más barato. La promesa política fue reemplazada por la expectativa cambiaria. El sujeto político se transformó en sujeto especulativo; vota, consume y decide según el dólar del día. El Estado, incapaz de ofrecer estabilidad real, se limita a administrar la volatilidad simbólica de su moneda.
Así, la ciudadanía se convierte en un mercado de expectativas. El miedo y la fe cotizan minuto a minuto. La gobernabilidad se mide en blue, y la legitimidad, en reservas.
El gobierno puede mentir con cifras, pero el pueblo tiene su termómetro; la góndola, el alquiler, la SUBE. Y esos indicadores no se estabilizan con swaps, sino con dignidad.
El fenómeno más grave es que esta pobreza financiera se vuelve permanente. Los sectores populares viven atrapados en una economía de subsistencia dolarizada, donde cada aumento del billete verde se traduce en angustia colectiva. El peso, despojado de confianza, deja de ser un medio de cambio y se convierte en una herramienta de castigo. La moneda ya no une; divide. Divide a los que acceden al arbitraje y a los que solo pueden mirar cómo se reproduce el capital en otra moneda, en otro país, en otra dimensión.
En este contexto, hablar de “crecimiento del 3,5% para 2025” es un acto de cinismo. Las proyecciones macroeconómicas del Presupuesto 2026 -crecimiento 5%, inflación 10%- son tan creíbles como una proyección de Hollywood; pura ficción con efectos especiales. El propio documento oficial admite que el gasto en intereses capitalizados crecerá 4,5% el próximo año. Pero los técnicos siguen sonriendo ante las cámaras; “Argentina vuelve al mundo”. El pueblo, mientras tanto, vuelve al trueque.
Lo que subyace a este modelo no es el desorden, sino una nueva forma de orden; el orden del sacrificio. El ajuste no es transitorio, es estructural. No busca corregir desequilibrios, sino consolidar jerarquías. La economía argentina actual no distribuye oportunidades, distribuye obediencia. Y lo hace en nombre de la eficiencia, la modernidad y el libre mercado.
En síntesis; el mercado festeja lo que la sociedad padece. La estabilización se compra con pobreza, y la baja del riesgo país se paga con exclusión. El éxito técnico es, en realidad, un fracaso moral. Porque una economía que presume de superávit mientras su población se endeuda para comer no es una economía estable; es un espejismo estadístico sostenido por sufrimiento real.
El milagro Milei-Caputo no es económico; es narrativo. Consiste en haber convencido a la población de que el dolor es sinónimo de eficiencia y que la precariedad es el precio del progreso. La “nueva Argentina” no exporta productos ni servicios; exporta resignación.
Y, paradójicamente, cotiza al alza.
Profesor de MBA y de Finanzas en tiempos irracionales. YouTube: @DrPabloTigani, en X: @pablotigani
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